Valle-Inclán: los botines blancos de piqué (fragmento)Francisco Umbral
Valle-Inclán: los botines blancos de piqué (fragmento)

"La Puerta del Sol es el zoco y la ceca donde se acuñan los hombres del 98, siendo Valle el más visible por la chistera o la melena, y Maeztu (un «98» que salió de la derechona) el más inquieto: llegaría a atravesar a gatas toda la plaza. Paseando al sol de la Puerta, entrando y saliendo de todos los cafés, o eligiendo uno como segunda residencia, que diríamos hoy, viviendo la noche en esta plaza ochavada y tranviaria, moridero de elefantes municipales, entre las librerías de San Martín, de Fernando Fe, donde ya empezaban a aparecer sus libros, los del 98 tomaron cuerpo, argamasa, conciencia de grupo, sobre todo cuando les dijo Azorín que ellos eran el 98 (antes se lo había dicho a Ortega).
Ante el escaparate de Fernando Fe, esquina de magnicidios, Valle se paraba, muy puesto en edad y temple, a mirar libros. Tiempos del sombrero razonable, elegante, el bastoncito de nudos, el traje completo y la melena aseada y corta. Puede parecer un catedrático de instituto o un rentista de la Villa y Corte, pero es Valle-Inclán ante la actualidad editorial del día, con esa impaciencia tranquila del que ya sabe que entre los libros estará el suyo, no puede faltar.
Valle-Inclán en la Puerta del Sol, en Fernando Fe (que ha desaparecido en obras hace sólo uno o dos años), ni glorificado ni mendigo, sino en ese momento de seguridad y solidez que tiene el escritor cuando la vida le ha profesionalizado y maneja el bastón por darle juego a la mano única y poderosa, llevando pegado a él un dandy, que es el manco del otro lado.
El cura Santa Cruz, la figura más fascinante de La guerra carlista, era bajo, ceñudo, avellanado, cenceño, con barba y bigote apretados. Santa Cruz, fanático, cruel, frío, visionario y rezador, se erige hacia el final de la gran trilogía como el verdadero revés de aquella guerra y de la Causa. Sólo Valle llega a novelar toda la profundidad y complejidad, casi shakespeariana (de un Shakespeare rural) que tiene Santa Cruz. Ya ha publicado don Ramón los tres tomos de esta gran trilogía, donde da el paso desde el modernismo hasta una narración más realista, moderna, dinámica y casi cinematográfica. Ya no es sólo el autor de las Sonatas que, como dice Gómez de la Serna, «primaverizan, estivalizan, otoñizan e invernizan su figura y obra». Es cuando se le ve en la gala de las fiestas, en el centro de la escalera humana de los invitados, recibiendo homenajes, y por allí anda otra vez Unamuno, sin smoking ni pajaritas que le hubieran quedado ridículas, misteriosamente cercano al artista con el que no tiene nada que ver. Quizá la lucha política los ha acercado.
La lucha política. Ahí está el daguerrotipo atroz de Primo de Rivera, africanista y aristócrata, con Alfonso XIII, que alguien llamará «el rey perjuro». Hay un altorrelieve de cascos, palmeras, civiles balcones llenos de gente, militares y paisanos de gala, estos últimos con el rostro neutro de las concesiones, las abdicaciones, el malhumor de su propia traición y la sonrisa de los que saben que se han equivocado y esperan que no se note.
Don Ramón se yergue en el Ruedo Ibérico como la sublimación de lo civil, como la metáfora noble de la calle contra la traición militar. Principia a recibir amenazas e insultos, y es cuando más se aprieta el brazo vacío, en un estrujamiento de crispación moral, de impotencia, con su mano derecha, venosa y fuerte, que tiene gallardía de mano única. Le crece la barba y se aferra a su ropa, que es él mismo, para seguir siéndolo y no ponerse el frac cementerial de sepultar la democracia, o siquiera la libertad de vivir, hablar y escribir.
Es cuando la Puerta del Sol está más populosa que nunca, como la había pintado Benjamín Palencia en 1918, ya con biombos publicitarios, carretelas, jinetes y urinarios, todo bajo la torre paleta y cronológica del reloj de Sol, en el Ministerio de la Gobernación, ministerio de una España ingobernable. Tranvías de cortinillas, chisteras y raíles, una fuente en el centro, los toldos del verano, como las pestañas del comercio galdosiano y fastuoso. Por Alcalá se cruzan los tíos de los costales con los picadores y los paseantes en corte con las damas de cabriolé, sobre el adoquinado de resonancia oscura, «penumbra del viaje», todos hacia la Puerta de Alcalá, que es como la entrada mágica y Carolina al país de las maravillas municipales del Buen Retiro.
La Puerta del Sol va dejando de ser ya la plazoleta generacional del 98, el limbo de los injustos, los sablistas y los inspirados, el reino en varios idiomas y plurales divisas del deslumbrante, retórico y ciego Alejandro Sawa, que moriría de la sífilis literaria en un martes alegre, esos martes de Madrid en que la ropa tendida es como grímpolas y gallardetes de un navío pobre de inmigrantes varado en el cielo. Sawa tenía la melena escasa y revuelta, los ojos bellos y cansados del ciego que quiere ver, puede que un algo judío en la nariz y la barba, la chalina persistente sobre la camisa de cuadros.
Valle lo perpetuiza como Max Estrella en Luces de bohemia. Después de alternar con Hugo, Verlaine y Rubén (él lo mezclaba todo), las necrológicas de los periódicos le dejan en «notable escritor». Lo más que se ganó su vida de bohemia, fe literaria y sueño francés, fue un notable, poca cosa, poca nota en la carrera de las letras.
Como ya hemos dicho, la muerte de Sawa, con largo velatorio de buhardilla, le lleva a Valle a verse en aquel fantasma y replantearse el duelo inútil de la bohemia, el misticismo de la calle y la noche, todo lo que a unos les cuesta la vida y a él le había costado ya un brazo y muy levantadas hambres. "



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