Partida al amanecer (fragmento)Arthur Schnitzler
Partida al amanecer (fragmento)

"El coche iba por el Ring, pasando por delante del Volksgarten, cuyos árboles, de un verde exuberante, sobresalían por encima de la dorada verja. Era una deliciosa mañana de primavera y apenas se veía aún a nadie por la calle; sólo una señora joven y muy elegante, con un abrigo beige cerrado hasta el cuello y un perrito, paseaba deprisa, como cumpliendo una obligación, a lo largo de la verja, y dirigió una mirada indiferente al cónsul, que se volvió hacia ella, a pesar de la esposa de América y de la señorita Rihoscheck de Baden, que evidentemente pertenecía más al actor Elrief. ¡Qué me importa Elrief!, pensó Willi, y ¡qué me importa la señorita Rihoscheck! Por cierto, quién sabe, si hubiera sido más amable con ella, quizás hubiera intercedido por mí... Y por un instante pensó seriamente si no debía volver rápidamente a Baden para pedirle su intercesión. ¿Interceder ante el cónsul? Ella se le reiría a la cara. Conocía al señor cónsul, tenía que conocerlo... Y la única posibilidad de salvación era el tío Robert. Eso era seguro. Si no, no quedaría otra solución que el balazo en la frente. No había que engañarse.
Un ruido regular, como el de una columna militar que se aproximara marcando el paso, llegó hasta sus oídos.
¿No tenían hoy ejercicios los del noventa y ocho? ¿En Bisamberg? Le hubiera resultado penoso encontrarse ahora, yendo en aquel coche, a compañeros a la cabeza de su compañía.
Pero no eran soldados los que se acercaban al paso, sino un grupo de estudiantes, evidentemente una clase, que iba de excursión con su profesor.
El profesor, un hombre joven y pálido, lanzó una mirada de respeto involuntario a los dos caballeros que, a una hora tan temprana, pasaban por su lado en coche. Willi no hubiera sospechado nunca que llegaría el momento en que hasta un pobre maestro de escuela le parecería digno de envidia.
El coche pasó entonces al primer tranvía, en el que iban sentados como pasajeros algunos hombres en traje de faena y una mujer anciana. Venía hacia ellos un vehículo de riego, y un tipo de aspecto rudo, con las mangas de la camisa remangadas, movía con sacudidas regulares, como una comba, la manguera, cuyo líquido iba humedeciendo la calle. Dos monjas, con la vista baja, atravesaron las vías del tranvía en dirección a la Votivkirche, que, de un gris pálido y con sus torres esbeltas, se recortaba contra el cielo. En un banco, bajo un árbol de flores blancas, había una persona joven, con los zapatos polvorientos y el sombrero de paja en el regazo, sonriendo como después de una experiencia agradable. Un coche cerrado, con las cortinillas corridas, pasó velozmente. Una mujer gorda y vieja se ocupaba de los altos cristales de las ventanas de un café, con escoba y bayeta. Todas aquellas personas y cosas, a los que Willi no hubiera prestado atención normalmente, se mostraban a sus ojos vigilantes con contornos casi dolorosamente nítidos.
Pero era como si el hombre a cuyo lado se sentaba en el coche hubiera desaparecido entretanto de su memoria.
Willi le dirigió una mirada tímida.
El cónsul iba recostado, con el sombrero ante sí sobre la manta y los ojos cerrados. ¡Qué apacible y bondadoso parecía! ¿Y era aquél... quien lo empujaba a la muerte? ¿Realmente dormía... o lo fingía sólo? No tema, señor cónsul, no lo molestaré más.
Tendrá su dinero el martes a las doce. O no. Pero en ningún caso... El coche se detuvo ante la puerta del cuartel e inmediatamente se despertó el cónsul... o hizo al menos como si acabara de despertarse, frotándose incluso los ojos con gesto un tanto exagerado después de un sueño de dos minutos y medio. El centinela de la puerta saludó militarmente. Willi saltó del coche con agilidad, sin tocar el estribo, y sonrió al cónsul.
Hizo más: le dio al cochero una propina; ni demasiado ni demasiado poco, como un caballero a quien, en definitiva, no afectaba haber ganado o perdido en el juego. "



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