La Paloma (fragmento)Patrick Süskind
La Paloma (fragmento)

"Como una esfinge -así lo creía Jonathan, que una vez había leído algo sobre esfinges en sus libros-, el vigilante era como una esfinge. Su efectividad no radicaba en la acción, sino en su simple presencia física. Ésta y sólo ésta se oponía al atracador potencial. «Tienes que pasar por delante de mí -dice la esfinge al profanador de sepulturas-, no puedo impedírtelo, pero tienes que pasar por delante de mí; y si te atreves a hacerlo, ¡la venganza de los dioses y de los manes del faraón caerá sobre ti!» Y el vigilante: «Tienes que pasar por delante de mí, no puedo impedírtelo, pero si te atreves a hacerlo, tendrás que matarme a tiros, ¡y la venganza de la justicia caerá sobre ti en forma de una condena por asesinato!»
Sin embargo, Jonathan sabía muy bien que la esfinge disponía de sanciones más efectivas que el vigilante. Este último no podía amenazar con la venganza de los dioses. Y aun en el caso de que el ladrón no diese importancia a las sanciones, la esfinge apenas corría peligro. Era de basalto, estaba esculpida en la piedra y fundida en bronce o protegida por gruesos muros. Sobrevivía sin esfuerzo a cualquier profanador de sepulturas en cinco mil años... mientras que el vigilante tenía que perder la vida a los cinco segundos de haberse iniciado un atraco. Y, no obstante, Jonathan encontraba que la esfinge y el vigilante se parecían, porque el poder de ambos no era instrumental, sino simbólico. Y con la única conciencia de este poder simbólico, que constituía todo su orgullo y toda su dignidad, que le daba fuerza y resistencia y que le hacía más invulnerable que la atención, el arma o el cristal a prueba de balas, Jonathan Noel permanecía en los escalones de mármol del Banco y montaba guardia desde hacía ya treinta años, sin miedo, sin dudas, sin el menor sentimiento de insatisfacción y sin expresión hosca, hasta el día de hoy.
Hoy, sin embargo, todo era diferente. Hoy todo quería impedir que Jonathan encontrase su serenidad de esfinge. A los pocos minutos ya empezó a sentir el peso de su cuerpo en una dolorosa presión sobre las plantas de los pies, se apoyó primero en uno y luego en el otro para distribuir el paso, y por este motivo dio un ligero traspiés que tuvo que compensar con pequeños pasos laterales para que su centro de gravedad, que siempre había mantenido en una vertical perfecta, no perdiera el equilibrio. También sintió un escozor repentino en los muslos, en los lados del pecho y en la nuca. Al cabo de un rato empezó a picarle la frente, igual que si la tuviera seca y áspera como a veces en invierno, pero ahora hacía calor, un calor excesivo incluso para las nueve y cuarto, su frente estaba húmeda como no solía estarlo hasta las once y media... le picaban los brazos, el pecho, la espalda, las piernas, le picaba toda la superficie de la piel y habría querido rascarse, furiosamente y sin tino, ¡pero un vigilante no debía rascarse nunca en público! Así que contuvo el aliento, sacó el pecho, encorvó la espalda para relajarla, levantó y hundió los hombros y se movió así desde dentro contra la ropa para procurarse alivio. Estos insólitos distendimientos y contracciones volvieron a provocar aquel tambaleo y pronto resultó que los pasitos laterales no eran suficientes para mantener el equilibrio, y Jonathan se vio obligado a renunciar, contra su costumbre, a la guardia estatuaria antes de que llegase la limusina de Monsieur Roedels hacia las diez y media y empezar a patrullar arriba y abajo, siete pasos hacia la izquierda y siete pasos hacia la derecha. Intentó fijar la mirada en el borde del segundo escalón de mármol, paseándola como un cochecito por un carril seguro, a fin de que esta imagen siempre igual del borde del escalón de mármol lograra con su insistente monotonía inspirarle la deseada serenidad de la esfinge que le haría olvidar el peso del cuerpo, la picazón de la piel y el general y singular desconcierto de cuerpo y espíritu. Pero todo fue inútil. El cochecito descarrilaba constantemente. A cada parpadeo se apartaba la mirada del condenado borde y se posaba en otras cosas: un trozo de periódico en la acera; un pie con calcetín azul; una espalda femenina; una cesta de la compra con pan en su interior; el pomo de la puerta de cristal exterior; el rombo luminoso del estanco frente al café; una bicicleta, un sombrero de paja, una cara... Y no conseguía fijar la vista en ninguna parte, concentrarse en un punto nuevo que le prestara apoyo y orientación. Apenas había enfocado el sombrero de paja, a su derecha, cuando un autobús atraía su mirada calle abajo, hacia la izquierda, y a los pocos metros la desviaba calle arriba un cabriolé deportivo blanco que circulaba a la derecha, donde entretanto había desaparecido el sombrero de paja... sus ojos lo buscaron en vano entre la multitud de transeúntes y la multitud de sombreros, se detuvieron en una rosa que oscilaba en un sombrero completamente distinto, se apartaron, volvieron a posarse por fin en el bordillo, pero tampoco esta vez pudieron descansar, y siguieron vagando, inquietos, de punto en punto, de mancha en mancha, de línea en línea... Era como si hoy hubiera en el aire una vibración de calor como las que sólo se conocen en las tardes más sofocantes de julio. Velos transparentes temblaban ante las cosas. Los contornos de las casas, de los tejados y de sus caballetes eran a la vez nítidos y difusos, como si tuvieran flecos. Los bordillos y los intersticios entre las baldosas de la acera -siempre como trazadas con una regla- serpenteaban en relucientes curvas. Y todas las mujeres parecían llevar hoy vestidos chillones, pasaban como llamas ardientes, atrayendo hacia ellas la mirada, pero sin retenerla. Nada estaba perfilado con claridad. Nada permitía fijar la vista. Todo vibraba.
Son mis ojos, pensó Jonathan. Me he vuelto miope de la noche a la mañana. Necesito gafas. De niño había tenido que llevar gafas, nada fuerte, sólo cero coma setenta y cinco dioptrías en ambos ojos, derecho e izquierdo. Era muy extraño que la miopía volviera a molestarle ahora, a sus años. Con la edad uno se vuelve más bien présbita, según había leído, y la miopía anterior remite. Quizá la suya no era una miopía corriente, sino algo que no se podía corregir con gafas: cataratas, glaucoma, desprendimiento de retina, un cáncer de ojo, un tumor cerebral que hacía presión sobre el nervio óptico...
Estaba tan ocupado con estos terribles pensamientos que no llegó a percibir un bocinazo corto y repetido. No lo oyó hasta la cuarta o quinta vez -ahora lo tocaban en tonos prolongados-; reaccionó y levantó la cabeza: ¡y allí estaba, efectivamente, la limusina negra de Monsieur Roedels ante la verja! Tocaron otra vez el claxon e incluso le hicieron señas, como si esperasen desde hacía varios minutos. ¡Ante la verja! ¡La limusina de Monsieur Roedels! ¿Cuándo le había pasado por alto su proximidad? Normalmente, no necesitaba ni mirar, intuía su llegada y oía el zumbido del motor; aunque hubiera estado dormido, se habría despertado como un perro al acercarse la limusina de Monsieur Roedels. "



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