Las iniciales de la tierra (fragmento)Jesús Díaz
Las iniciales de la tierra (fragmento)

"Dejó de leer, con la oscura certeza de estar atrapado en un laberinto, y en eso Gisela regresó de la guardia muerta de cansancio, dijo, y se inclinó sobre la planilla, el simple cuéntame tu vida frente al que Carlos había pasado la noche tratando de reconstruir su pasado y preguntándose por qué había hecho esto y no aquello, por qué casi nunca logró lo que quiso sino lo que dispuso la casualidad, o el destino, o vaya usted a saber, como si la vida fuera una torpeza irreversible de la que uno siempre se diera cuenta demasiado tarde y lo acusara ahora, desde aquella planilla aún en blanco, interrogante y muda ante el asombro de Gisela, que lo animaba con un beso cómplice en la mejilla y seguía hacia el baño mientras él volvía a las preguntas, a la obsesión y a la desesperanza, hasta sentir el siseo de la orina como un llamado en el silencio de la noche con la extraña certidumbre de haber vivido ya ese instante. Pero no, entonces era Iraida y las cosas podían haber ocurrido de otro modo: si, por ejemplo, no se hubiera acostado con ella, tampoco habría sido separado de la Juventud, ni acosado a Gisela, ni sufrido el tormento de los días ciegos que lo cercaron después; ¿pero de dónde, sino de aquella desesperación, sacó fuerzas para irse a la zafra? No había vuelta que darle, todo conducía al laberinto; incluso que el siseo cesara y se abriera la ducha, remitiéndolo, no sabía por qué, a lo de José Antonio, quizá el mayor de los errores que había cometido en su vida, aquella trayectoria zigzagueante que ahora le machacaba la memoria y que por momentos le resultaba indescifrable. ¿Qué le preguntarían en la asamblea?, ¿Qué le criticarían? Él, que había querido ser un héroe y todavía aspiraba a ser ejemplar, ¿Qué era, en realidad? Había coreado los mismos himnos, bebido en los mismos jarros, llorado a los mismos muertos que todos los demás; no tenía un solo mérito que pudiera llamar suyo y no de todos o de las circunstancias. Era uno entre millones, se dijo, pero esta certeza, que tuvo la virtud de reconciliarlo consigo mismo, también lo hizo temer al fracaso: tal vez aspiraba a más de lo que merecía, tal vez debía detenerse allí mismo, dejar la planilla en blanco para siempre y, haciendo uso de su derecho, negarse al debate. Pero, entonces, ¿cómo mirar su rostro en el espejo? Se estremeció al darse cuenta que el ruido de la ducha había cesado y tomó uno de los cinco lápices de punta afiladísima que tenía a la derecha: debía decidirse, concentrarse en cada una de aquellas preguntas, que lo desconcertaban por su simplicidad. La última palabra –si era o no trabajador ejemplar, si podía aspirar o no a la militancia– la dirían sus compañeros dentro de pocas horas. Aquélla era la incógnita, la pregunta de la verdad, y por más vueltas que le daba no lograba imaginar la respuesta, aunque para enfrentarla había regresado a La Habana, a su antiguo trabajo y a aquella habitación oscura, llena de fuegos y fantasmas, que ahora Gisela iluminaba con su cuerpo desnudo, haciéndolo preguntarse cómo era posible que alguna vez hubiera deseado matarla, mientras volvía a sufrir la desazón del laberinto, le devolvía la sonrisa e intentaba acoplar de una vez sus huesos, sus recuerdos macerados. Había un tiempo de hacer y un tiempo de pasar balance: tenía treinta y un años, ningún oficio, una hija y una mujer con la que había vuelto desafiando las miserias de la memoria, confiando en que todo tiempo futuro tenía que ser mejor, siempre que no se le escapara de las manos y se volviera contra él, como tantas veces había hecho el pasado, puesto que lo vivido estaba dentro y nadie podía cambiar un solo gesto ni una sola palabra, ni siquiera Gisela, que tanto había luchado por lograrlo y ahora lo apremiaba porque faltaban menos de dos horas, mi amor, y aún debía bañarse y afeitarse, mientras él asentía mirando aquella piel húmeda, iluminada por el sol incierto del amanecer como por los fuegos de su infancia, y luego la planilla vacía, donde tendría que dejar hueso a hueso su esqueleto, como el leopardo extraviado en la cima de la montaña. "


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