Las vacas de Stalin (fragmento)Sofi Oksanen
Las vacas de Stalin (fragmento)

"El guardia de seguridad del supermercado está fumando junto a la puerta como si se dispusiera a cerrar ya. Sé que aún tengo tiempo, pero el miedo me invade. ¿Y si fuera demasiado tarde? Me deslizo hacia el interior. El sofoco resuena en mi cabeza como un susurro. Pero ahora ya no corro peligro. Ya estoy dentro. Nadie podrá echarme antes de que haya hecho la compra. Cojo el carro. Al pasar por el puesto de la fruta aminoro el paso, pero no me paro como hago los días de comida segura, sino que voy derecha hacia el pan. Es lo más importante. Pan fresco, recién hecho, aún humeante, el vapor que se condensa dentro de la bolsa. Su contorno vertiginoso y caliente. Hay que untarlo con mantequilla de verdad, de la que se derrite convirtiéndose en oro líquido. A la hora del cierre uno no encuentra ya pan humeante, pero no dejo que el vertiginoso olor a pan se esfume de mi cabeza, todavía quedan algunos panes frescos: se hunde mi dedo cuando lo deslizo por sus formas. Y de cualquier manera, en casa se puede hornear hasta conseguir el olor deseado y que la mantequilla se derrita.
Continúo caminando entre las estanterías hasta el último minuto. Siempre tardo mucho en el supermercado. Miro los productos nuevos. Disfruto. Leo los valores nutricionales. El único problema es que el dinero no suele llegarme para todo. Debo fingir que se me olvida el tarrito de Hermesetas en el carro, debajo del bolso. Meto ahí también unos tomates secos, en realidad el tarro ha ido rodando él solo hasta allí. ¡Ay, Jesús, qué buena soy en todo esto! No importa quién sea el guardia. Una mirada escrutadora. Y la caja es como la aduana, salvo porque la cajera del supermercado sonríe y saluda, todo lo contrario de lo que mandaba la etiqueta soviética.
La lista de objetos prohibidos por los agentes de aduanas continuaba siendo la misma por más que pasaran los años. No. No llevamos armas ni municiones, no llevamos antigüedades, ni drogas ni instrumentos para su uso, no tenemos boletos de lotería soviética. Hay que repasar cada uno de los apartados y a su derecha marcar que no. Además, sé que aparte de los objetos de esa lista, hay que declarar también toda clase de impresos, manuscritos, películas, discos y cintas magnetofónicas, sellos, ilustraciones y similares, así como plantas, frutas, semillas, animales vivos y aves y productos crudos de ganadería y caza. Y no llevábamos nada que no fuera más que para nuestro uso durante el viaje. En el apartado de «Uso propio» se especifican los metales de valor y las piedras preciosas. Mi madre declaraba todos los años la misma alianza y los mismos pendientes, todas las veces se los mostraba al jefe de aduanas... Sí, es mi alianza... Aquí están mis pendientes... Aquí está el dinero en efectivo... Delante del jefe de aduanas, la gente abre paquetes de café y tubos de pasta de dientes. Un hombre ha sido tan estúpido como para intentar pasar Biblias de contrabando... En la radiografía de mi mochila se distinguían unas líneas grises que eran mi lectura para el viaje. Unas veces miraban de qué libros se trataba, otras no. Ese hombre de las Biblias es tan estúpido que ha pensado que podría despistar al jefe de aduanas empaquetándolas en papel de aluminio, pero así en la radiografía aún se ven mejor. Tonto, un tonto de remate. Yo no cometería semejante error. Mientras mi madre está enfrascada en la declaración y va metiendo los bolsos en el detector, yo miro cómo trabajan los jefes de aduanas y cómo son los bolsos del resto de viajeros. Más de una vez le han sugerido a mi madre que yo lleve en mi mochila esto o aquello, una niña, quién puede sospechar de ella, quién miraría dentro de la pequeña mochila de la niña donde sólo hay una flauta dulce y tabletas de flúor, allí se podría meter cualquier cosa. Pero mi madre no accede.
La primera vez metí en mi mochila un juguete de más, un conejito rojo de plástico. Mi madre me había dicho muchísimas veces que no debíamos llevar nada que no fuera absolutamente necesario —los bolsos, además, ya pesaban demasiado—. Sólo lo que fuera divisa corriente después de pasar la frontera. Aunque a mí me gustara horrores, un conejito de plástico no sería divisa corriente y pasarlo requería tanto astucia e ingenio como miradas inocentes. Al emprender la vuelta a Finlandia, metí debajo de mi camiseta un libro de oraciones de los baptistas impreso en el siglo XIX que había encontrado en el desván de la abuela... Tengo que apañármelas, tengo que conseguir sacarlo... Y continúo dibujando esa misma sonrisa, esa que es más abierta por dentro y resulta tramposa, pues hacia fuera es inocente, esa sonrisa mía que flirtea con que la pillen. Siempre cae la cabeza de alguien, pero no puede ser la de Anna ni la de su madre... Esa sonrisa es la misma que tengo cuando vuelvo a aparecer después de haber vomitado, sólo que algo más lánguida, pero por lo demás es igualita... Esa sonrisa baila en mi interior. "



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