La marcha de la locura (fragmento)Barbara Tuchman
La marcha de la locura (fragmento)

"El propio Townshend era un ambicioso sin escrúpulos; la verdadera responsabilidad fue del gobierno y del Parlamento. Resulta endeble la excusa que el duque de Grafton presenta en sus memorias, cuando dice que sólo Chatham tenía autoridad para despedir a Townshend y que “nada más que ello habría podido impedir la medida”. Un gabinete unido con sentido de responsabilidad del gobierno simplemente habría aceptado la renuncia con que Townshend amenazaba y buscado otro medio de supervivencia. El Parlamento de Inglaterra, la asamblea representativa más antigua de Europa en cuestión de experiencia nacional, habría podido pensar en las consecuencias antes de apresurarse a aprobar. Ni siquiera los Rockingham elevaron la voz para contener la medida. “Los amigos de América son muy pocos”, escribió Charles Garth, agente de Carolina del Sur, “para tener una parte en una lucha con el canciller de la Tesorería”. Artículos airados en la prensa y escritos de indignación exigían que se obligara a las colonias ingratas a reconocer la soberanía británica. Antes que conciliarse con los norteamericanos, el gobierno y el Parlamento estaban dispuestos a darles una buena paliza. Las Tarifas de Townshend llegaban en momento oportuno.
Su autor no vivió para presenciar el destino de sus medidas. Contrajo lo que se llamaba una “fiebre” en aquel verano y, tras varias aparentes recuperaciones, su inconstante carrera, breve pero de tal importancia para Norteamérica, terminó con su muerte, en septiembre de 1767, a la edad de 42 años.
“El pobre Charles Townshend al fin se encuentra asentado”, comentó un miembro del Parlamento.
Durante todos estos acontecimientos, nadie pudo comunicarse con el gran Chatham. El aturdido duque de Grafton no dejó de preocuparse por verlo, por consultarlo, aunque fuese por media hora, por diez minutos, y el rey añadió sus súplicas en carta tras carta, hasta proponiendo visitar en persona al enfermo. Las respuestas llegaron de lady Chatham, amante esposa del enfermo, y bendición de su torturada existencia, quien se negó, en su nombre, por causa de su “absoluta incapacidad... agravamiento de enfermedad... indecible aflicción”. Algunos colegas pensaron que tal vez estuviese ganando tiempo, pero cuando por fin Grafton, tras repetidas presiones, fue admitido para una visita de pocos momentos, encontró a un hombre acabado “con los nervios y el ánimo afectados en grado terrible... el gran espíritu estaba quebrantado, y debilitado por el desorden”.
Aislado en Pynsent, Chatham en un violento giro, ordenó al jardinero que cubriera de plantas verdes la desnuda colina que limitaba su vista. Cuando se le dijo que “todos los invernaderos de este condado no cubrirían una centésima parte” de lo que se necesitaría, ordenó al hombre, no obstante, traer árboles de Londres, de donde fueron conducidos en carreta. Pynsent, era una propiedad legada a Pitt por su irascible propietario, un pariente de lord North, quien se enfureció tanto por el voto de North en favor del impuesto a la sidra que lo mandó quemar en efigie y lo quitó de su testamento, dejando su finca al héroe nacional. Para ocuparla Pitt había vendido su propia posesión de Hayes, donde había gastado grandes sumas comprando casas cercanas para “librarse del vecindario”. Ahora lo poseyó un insistente deseo de recuperar Hayes y no descansó hasta que su esposa, obligada a valerse de la influencia de sus hermanos, con quienes Chatham había reñido, logró persuadir al nuevo propietario de volver a venderla.
Sin sentirse más feliz en Hayes, víctima de la gota y de la desesperación, Chatham no podía soportar ningún contacto. Se negó a ver a nadie, a comunicarse con nadie, no podía tolerar a sus propios hijos en la casa, no hablaba a los sirvientes y a veces ni siquiera á su mujer. Había que mantener calientes en todo momento sus alimentos para llevarlos a horas irregulares, cuando él sonaba su campanilla. Su violento carácter estallaba ante la menor falta. Durante varios días seguidos permanecía viendo por la ventana. No admitía a ningún visitante, pero lord Camden, informado de su estado, dijo: “Entonces, está loco”. Otros dijeron que “tenía gota en la cabeza”.
La gota en los días de grandes comilonas y mucha bebida de vinos fortificados desempeñó un papel en el destino de las naciones. Fue una de las causas de la abdicación del emperador Carlos V en la época de los papas renacentistas. Un importante médico de los tiempos de Chatham, el doctor William Cadogan, sostuvo que esta enfermedad tenía tres causas: “indolencia, intemperancia y enfado” (en los tiempos modernos se ha comprobado que se trata de una producción excesiva de ácido úrico en la sangre que, al no ser absorbido, causa inflamación y dolor), y que una vida frugal y activa era el mejor preventivo y la posible cura. El que el ejercicio físico y una dieta vegetariana sirviera de remedio era sabido, pero la teoría de los opuestos, uno de los preceptos menos útiles de la medicina del siglo XVIII, fue preferida por el médico de Chatham, un tal doctor Addington. Especialista en locura, o “loquero”, tenía la esperanza de provocar un violento ataque de gota, basándose en la teoría de que esto expulsaría el desorden mental; por tanto, prescribió dos vasos de vino blanco y dos de oporto diarios, el doble de lo que solía tomar su paciente, con vino de madera y oporto a intervalos. El paciente también debía seguir comiendo carne y evitar todo ejercicio a la intemperie, con el resultado natural de que la gota empeoró. Chatham no participó en el gobierno durante 1767 y 1768. El que sobreviviera con el régimen del doctor Addington y llegara a recuperar su cordura, representa uno de los ocasionales triunfos del hombre sobre la medicina. "



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