Witkiewicz

Stanislaw Ignacy Witkiewicz


 Polonia | 1885-1939




1913 | 28 años
Autorretrato
Óleo sobre lienzo.
National Museum. Varsovia
60 × 79 cm.



1916 | 31 años
La tentación de San Antonio
Óleo sobre lienzo.
National Museum. Cracovia
300 x 254 cm.



1918 | 33 años
Nova Aurigae
Pastel sobre papel azul.
Muzeum Literatury. Varsovia
45.6 x 58.5 cm.



1922 | 37 años
Composición
Óleo sobre lienzo.
National Museum. Cracovia
91 × 115 cm.



1922 | 37 años
Paisaje nocturno
Óleo sobre lienzo.
Colección particular




1926 | 41 años
Familia Nawrocki
Óleo sobre lienzo.
Colección particular




1927 | 42 años
Retrato de Marceli Staroniewicz
Óleo sobre lienzo.
Colección particular




1929 | 44 años
Retrato de Nena Stachurska II
Óleo sobre lienzo.
Colección particular




Biografía:
    Pintor, teórico del arte, fotógrafo, dramaturgo, novelista y ensayista polaco, nacido en Varsovia. La pintura de Witkiewicz, intemporal en tanto excede su propia época, carece de un estilo “propio”, en cuanto se abisma en todos los estilos posibles: la huella de su pincel es reconocible en todas y cada una de sus telas, mas no así el estilo, siempre sometido a toda clase de mutaciones. Inútil pretender encasillarlo en una corriente determinada: es simbolista, pero también expresionista, dadaísta, surrealista… a la par que precursor del pop art; es, en definitiva, un ecléctico, pero no como lo fuera su amigo y compatriota el compositor Karol Szymanowski -quien por lo demás asentaba todos sus recursos musicales en un prodigioso dominio de la técnica-, sino en un sentido más profundo, en el que la propia existencia orgánica entra en juego, al recurrir a las sustancias narcóticas para reactivar su impulso creativo. En este aspecto, Witkiewicz se adelantaba a su tiempo, preludiando a esos profesionales de la performance tan en boga en nuestros días, mas con una total/visceral implicación por su parte, puesto que lo sacrifica todo -incluyendo su propia consciencia- a una obra de arte entendida como obra del espíritu, destilación esencial de su ser: dueño y señor de su sistema nervioso central, Witkiewicz halló en los narcóticos la llave que reactivaría lo más recóndito de su mente, sacando a la luz los elementos oscuros de su personalidad: engendros, esfinges, animales demoníacos, apéndices monstruosos, órganos putrefactos o deformados, seres terriblemente sexuados, parajes exóticos enrarecidos, una larga serie de veladuras, de texturas de hiperrealista/surrealista crudeza, pueblan sus fantasías y alucinaciones, en su mayoría producidas por la ingesta, por la combinación de uno u otro narcótico, desde los más corrientes (alcohol, nicotina) hasta los menos accesibles (como el peyote, al que dedica las más felices páginas de su ensayo sobre los narcóticos), pasando por otros bien conocidos, aunque subterráneos (cocaína); sin embargo, este esteta manifiesta verdadera repugnancia ante algunos estupefacientes tan peligrosos como la morfina o el éter, con los que confiesa no atreverse a dar el paso. Para dejar constancia de estos trances, el autor acostumbraba anotar en algún espacio de sus cuadros la composición del narcótico que le había llevado a crearlos, vertiendo sobre la diáfana superficie del lienzo sus delirios psicodélicos.

El abanico de influencias que Witkiewicz recibe no es muy amplio, aunque sí uniforme en espíritu; se diría que su manera bebe de artistas cuyo universo creador está habitado por lo siniestro, lo demoníaco o lo fantástico: el Goya de ‘Los Caprichos’, Félicien Rops, Edvard Munch, Aubrey Beardsley y Witold Wojtkiewicz, especialmente. Pero estas influencias no se manifestaron desde el principio. Los primeros tanteos de Witkiewicz como pintor, previos a 1908, son bastante convencionales, abordando la pintura de paisaje sin manifestar especial personalidad. Las primeras “violencias” se producirán a partir del referido año: tras introducir en sus telas la figura humana, comenzará a deformarla, hasta producir verdaderos engendros en los que, de algún modo, quedan reflejadas sus pulsiones internas, abiertamente demoníacas y, de este modo, exorcizadas por medio del cuadro. Al mismo tiempo que su(s) estilo(s) se enrarece(n), la técnica se aleja de los convencionalismos académicos: la pincelada se vigoriza, el cromatismo se intensifica, prevalece la invención renovada e inconsciente sobre cualquier normatividad escolástica; el consumo de sustancias narcóticas terminará de afianzar en él el estado de total libertad (en el sentido de los surrealistas y de su “automatismo psíquico puro”) que persigue. Los temas habituales del autor, progresivamente barrocos, no tardarán en irrumpir: la mujer entendida como ser devorador, el hombre-víctima, la idea del mal y su ocultamiento alegórico en los espacios del cuadro, el reblandecimiento de la materia, los paisajes exóticos y anómalos, la sensación perpetua de amenaza que se oculta tras toda imagen trivial… Las lecturas de estos asuntos -que el autor tratará, con otros medios y especial pericia, en su obra teatral- son muchas, y no pueden reducirse a la apariencia de lo representado: de la metáfora a la alegoría, del chiste visual a la ocurrencia, del artefacto provocativo a la parodia, el arte de Witkiewicz fluctúa entre los convencionalismos de la pintura figurativa artesanal y el arrebatado exceso visionario de los mejores surrealistas (Dalí, Yves Tanguy, Max Ernst, Óscar Domínguez). Sea como fuere, no podemos desligar la producción pictórica de Witkiewicz, desigual y prolífica, de su pensamiento teórico, sustentado en una teoría del arte fundamentada en la noción de “Forma absoluta”, cuya función última era el reflejo de la estructura del cosmos. La obra de arte, unidad compuesta y simbólica, hacía pues las veces de receptáculo de tales reflejos. No era tanto un producto externo como un reflejo del sujeto creador, de su entidad orgánica. Tras esta suerte de panacea del espíritu, Witkiewicz no decía nada nuevo: contra el sentimiento de soledad de un mundo hostil y tecnificado, quedaba el impulso creador, y con él la creación de obras de arte. La inquieta y alucinada existencia de Witkiewicz acabó con el suicidio de éste el 18 de septiembre de 1939, a los 54 años de edad.  © José Antonio Bielsa



Su obra literaria en El Poder de la Palabra



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