Jardín inglés (fragmento)Carlos Pujol
Jardín inglés (fragmento)

"Yo tenía en la punta de la lengua el decirle que no se molestaran, pero comprendí que sería ofensivo, había que agradecer las buenas intenciones con una sonrisa, no había más remedio, en fin, con la ayuda de Lillian iba a ser mucho más difícil sobrevivir a aquel embrollo, pero para eso están las amistades.
Por fin, todos se fueron, no sin que ella aludiese a la posibilidad de consultar el caso con su peinadora, mujer informadísima, como sabíamos bien, que quizá pudiese aportar luz a tanta confusión. Le hice prometer que de momento no diría nada, aunque sabiendo perfectamente que no iba a cumplir la promesa.
Foxie parecía dispuesta a dormir hasta el día del juicio final, y cené solo y con muy poco apetito, apenas sin enterarme de las exquisiteces que las monjas habían preparado con los escasos elementos de que disponían: arroz con una salsa no identificable que mal que bien suplía a la genuina Worcester, jamón rancio y salado a modo de caricatura de bacon y unas tortitas dulces.
Después de la cena estuve paseándome por el jardín como un oso enjaulado. Por fin se notaba un poco de fresco, pero ya lo de menos era el calor, lo de menos eran los curas y las monjas, ahora teníamos encima el cadáver de Gus. Ni Pimpinela Escarlata ni nada, aquél era un juego cada vez más inquietante y estúpido.
El chico corría peligro, muy bien, y quién no, y decide que la mejor solución para sus problemas es comprometer a Foxie, engatusarla diciéndole que sus rodillas le vuelven loco e inventarse un acertijo para redondear el asunto. Una vez hecho esto, ya puede morir tranquilo, y que los demás se las compongan como puedan.
¡Qué a gusto estaríamos pasando calor en Inglaterra!, pensé. Me puse a regar las flores, que estaban muy mustias. Vi que James me miraba desde dentro, como impotente y triste, y al alzar los ojos me pareció que algo se movía en la ventana de los curas. ¿Me estaba espiando el jesuita desde detrás de los visillos?
Al día siguiente tuve más visitas que durante todo el resto del año, y la casa, que ordinariamente era un lugar tranquilo, se convirtió en un incesante entrar y salir de gentes que por un motivo u otro decían tener que hablar conmigo, sin que ni por un momento se les ocurriera que yo podía sentir con mucho menor apremio aquella necesidad.
James no paraba de acudir a la puerta y al mediodía acusó el cansancio de tan insólito ajetreo: nuestro vestíbulo era como el escenario de un teatro que actores muy nerviosos cruzaban una y otra vez en un vaivén frenético, quizás obedeciendo órdenes de un invisible director de escena que acababa de enloquecer o tenía horror al vacío.
Y todo aquel visiteo convergía en la biblioteca, donde se esperaba de mí que yo atendiese a cada uno con gesto reposado y expresión apacible, asintiendo cortésmente a las vagas generalidades que solían florecer en sus labios y esforzándome por demostrarles que les agradecía mucho que honrasen mi casa con su presencia y que lo que me contaban me parecía de interés vital.
En estas situaciones ser bien educado es una de las cargas más abrumadoras que pesan sobre la humanidad, pero ya era demasiado tarde para aprender otro estilo de comportamiento, y me atuve a lo que sin duda Inglaterra esperaba de mí con el mismo sentido heroico del deber que un contramaestre del Victory de Nelson en Trafalgar.
Primero, muy madrugador —tanto que casi me pilló con el último sorbo de té del desayuno—, llegó el abogado que nos enviaba Froude, anunciado como solución a todos nuestros males, salvador, consejero, guía, escudo, qué sé yo. Tenía un aspecto fatuo y almidonado, y parecía un caballero, lo cual me movió a sospechar que no lo era.
Después de un rato de oírle oscurecer la cuestión con sus tecnicismos, comprendí que sólo sabía expresarse en forma de preguntas, que remataba con muletillas como ¿me entiende usted? o ¿Verdad?, sin duda juzgando comprometedora cualquier afirmación, y di por seguro que no iba a servirnos de nada.
Ni siquiera pudo hablar con Foxie, que seguía durmiendo, y redujo todo lo que hablamos a un cúmulo de interrogaciones a las que se guardó mucho de dar la menor respuesta. Prometí tenerle al corriente de los acontecimientos, le expresé mi gratitud y nos despedimos en un clima de cordialidad tan falsa como cautelosa. "



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