El museo de la inocencia (fragmento)Orhan Pamuk
El museo de la inocencia (fragmento)

"El canario se movía en su jaula, arriba y abajo; mi mirada se quedó clavada en algunas bagatelas importadas de Europa y unas revistas de moda que había en un rincón, pero no tenía la mente como para concentrarme demasiado. De nuevo se me había metido hasta la médula la sorprendente verdad que pretendía olvidar, ver como algo normal. Era la sensación de que al mirarla veía a alguien muy conocido, como si lo supiera todo de ella. Se parecía a mí. Yo también había tenido el pelo ondulado y castaño de niño, como ella, aunque al crecer se me alisó, como a Füsun. Era como si pudiera ponerme en su lugar con toda facilidad, como si la comprendiera profundamente. Su blusa estampada resaltaba la naturalidad de su piel y el rubio de su pelo, teñido. Recordé, dolido, que mis amigos hablaban de ella diciendo que parecía «salida del Playboy» ¿Se habría acostado con ellos? «Devuélvele el bolso, recupera tu dinero y lárgate. Estás a punto de prometerte con una chica maravillosa», me dije. Miraba hacia fuera, hacia la plaza de Nisantasi, pero poco después la imagen onírica de Füsun se reflejó como un fantasma en el escaparate cubierto de vaho.
[...]
Como si fuera una niña, suspiró, hipó un par de veces y volvió a llorar. Tocar sus largos y lindos brazos y su cuerpo, sentir sus pechos, sujetarla de aquella manera por un instante, me embriagaba. De repente se despertó en mí la ilusión de que la conocía desde hacía años, de que en realidad estábamos muy unidos, quizá para ocultarme el deseo que se alzaba en mi interior cada vez que la tocaba. ¡Era mi hermanita, difícil de consolar, dulce, triste y preciosa! Por un momento, quizá porque sabía que éramos parientes lejanos, sentí que su cuerpo se parecía al mío en la longitud de sus brazos y piernas, en la delicadeza de su estructura ósea y en la fragilidad de sus hombros. Si yo hubiese sido mujer, si hubiese tenido doce años menos, mi cuerpo habría sido más o menos como el suyo.
[...]
Porque mi corazón, como si hubiera comprendido de inmediato la situación, se había puesto a latir como loco. Antes de salir a la calle reuní todas mis fuerzas y le lancé una última mirada, como si no pasara nada extraordinario. En cuanto puse el pie en la calle, al mezclarse los sentimientos de vergüenza y arrepentimiento que me envolvían con fantasías de felicidad, de una manera prodigiosa las aceras de Nisantasi empezaron a parecerme amarillísimas al excesivo calor del mediodía primaveral. Mis pies me llevaban por la sombra, por debajo de los aleros y los toldos de anchas franjas azules y blancas abiertos para proteger los escaparates, cuando de repente vi en uno de ellos una jarra también amarillísima, así que entré y la compré de manera instintiva. Al contrario de lo que suele suceder con los objetos comprados al azar, la jarra amarilla nos sirvió cerca de veinte años, primero en la mesa de mis padres, luego en la de mi madre y mía, sin que nunca habláramos de ella. Cada vez que cogía el asa de la jarra amarilla en las cenas, recordaba el inicio de los días de desdicha a los que me había impulsado la vida y que mi madre me echaba en cara con su mirada silenciosa, entre recriminadora y triste. "



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