Lo que no tiene nombre (fragmento)Piedad Bonnett
Lo que no tiene nombre (fragmento)

"Con los pocos elementos de que dispongo reconstruyo imaginariamente las circunstancias, esas que hacen de toda muerte un hecho único, pero más único esta vez, porque Daniel no ha muerto plácidamente en su cama, adormecido por calmantes, como todos soñamos morir, sino que ha saltado desde el techo de un edificio de cinco pisos para ir a estrellarse sobre el asfalto.
Trato de pensar en la lucha que debió librar entre el deseo de acabar y su miedo, y me pregunto si fue un suicidio por impulso, un acto irreflexivo, o por el contrario una acción premeditada, lo que los expertos llaman un «suicidio por balance». ¿Había subido antes hasta el techo a preparar el terreno? ¿En qué pensaba cuando saltó? ¿Qué se siente al caer? ¿Se pierde la conciencia? ¿En las últimas horas pasamos los que lo queríamos por su cabeza? Las preguntas se alzan y mueren al instante, vencidas, derrotadas.
«La verdad es maraña», escribe Javier Marías.
Ahí arriba, en medio de la oscuridad de la noche, me asaltan implacables las imágenes. Imágenes de vida, imágenes de muerte. Y revivo el nacimiento de Daniel entre el agua, la luz tenue de la sala de partos, la música, el pequeño cuerpo todavía atado al cordón umbilical colocado cuidadosamente sobre mi pecho para que pudiera acariciarlo y besar su cabeza aún embadurnada: toda una escenografía con aire de nueva era, un poco sentimental, un poco cursi, planeada para que su ingreso a este mundo fuera un tránsito dulce; y pienso en tanta ternura y tanto cuidado derrotados por las sombras desquiciadas del miedo y de la muerte.
Cuando estamos en su cuarto, y mientras los demás se ocupan de revisar su ropa y sus objetos, yo apilo los libros en la maleta. De repente, como si el azar encerrara sus claves, mis ojos se detienen en la portada de uno de Jenny Saville, una de las artistas favoritas de Daniel, que reproduce Reverse, una pintura que muestra un rostro joven, hinchado, apoyado de costado sobre una superficie brillante que devuelve parcialmente su reflejo. Las pinceladas sugieren que hay sangre en él, y también en la boca, que se entreabre en un gesto grotesco. Sus ojos abiertos están atrozmente vacíos.
También encuentro el dossier de dibujos y pinturas que Daniel hizo con meticulosidad durante toda su carrera y lo ojeo ahora de una manera distinta, buscando revelaciones. Veo un estudio de mujer, una muñeca a la vez pavorosa y obscena, varios autorretratos del 2001, perturbadores, dolorosos; veo el registro de óleos con motivos abstractos, de grabados, carboncillos, acríbeos. .. Me impresionan su contención, su fuerza comunicativa, el filoso límite entre la emotividad de los temas y el rigor de la técnica.
A los dieciocho años Daniel entró a estudiar Arte. Desde hacía ya bastante tiempo que el dibujo y la pintura eran su pasión, y por eso durante su bachillerato tomó clases con un maestro y asistió durante dos veranos a estudiar en The Art Students League de Nueva York.
Alguna vez, a su regreso de uno de esos cursos, nos contó, entre burlón y ufano, que muchos de sus compañeros, todos mayores que él, lo rodeaban a menudo mientras pintaba, admirados de su destreza. Aunque él mismo no acababa de creer en su talento, cuando ingresó a la Facultad de Artes lucía muy entusiasmado. El primer día de clases, sin embargo, llegó con una sonrisa irónica en los labios: uno de sus maestros, tal vez el de Historia del Arte, les había dicho, en forma teatral, la frase devastadora que iba a oír incesantemente durante sus cuatro años de carrera universitaria: «Muchachos, olvídense de la pintura. La pintura ha muerto». "



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