V (fragmento)Thomas Pynchon
V (fragmento)

"A lo que los músicos, ocultos a sus ojos en una alcoba contigua detrás de un tapiz de Arrás, atacaron una especie de chotis. Mondaugen, subyugado por un súbito aroma de almizcle, que hizo llegar hasta las ventanas de su nariz una bocanada producida por vientos interiores que no podían haberse levantado por accidente, la ciñó por el talle, atravesó la habitación girando con ella, la sacó fuera, cruzó un dormitorio cubierto de espejos y rodeó la cama imperio con pabellón, la introdujo en una galería —acribillada a intervalos de diez metros a todo lo largo por amarillas dagas de sol africano— de cuya pared colgaban paisajes nostálgicos de un valle del Rin que jamás existiera, retratos de oficiales prusianos que murieron antes de Caprivi (algunos incluso antes de Bismarck), con sus rubias y nada tiernas damas en quienes ya no florecía más que el polvo; la llevó a través de rítmicas ventoleras de rubio sol que trastornaban los globos oculares con imágenes vanas; la sacó de la galería y entró en una diminuta habitación desamueblada, totalmente recubierta de colgaduras de terciopelo negro, alta como la casa, estrechándose en chimenea y abierta en lo alto, de forma que podían verse las estrellas en pleno día; bajó por último tres o cuatro escalones hasta el planetario de Foppl, habitación circular con un gran sol de madera recubierto de panes de oro, que brillaba frío en el centro y, en torno a él, los nueve planetas con sus lunas, suspendidos de carriles situados en el techo, accionados mediante una tosca telaraña de cadenas, poleas, correas, cremalleras, piñones y tornillos sinfín. Todo ello recibía su primordial impulso de una rueda catalina, activada de ordinario para diversión de los huéspedes por un bondelswaartz ahora desocupado. Hacía tiempo que habían escapado a todo lo que significaba música y Mondaugen la soltó en ese sitio, se dirigió a la rueda catalina y puso en marcha bamboleante aquel remedo de sistema solar, que chirriaba y gemía de un modo que hacía castañetear los dientes. Traqueteando, temblando, los planetas de madera comenzaron a rotar y a girar, los anillos de Saturno a dar vueltas, las lunas su procesión, nuestra Tierra su oscilar mutacional, todos cogiendo velocidad; mientras la chica seguía bailando, después de haber elegido por pareja al planeta Venus; mientras Mondaugen recorría veloz su propia geodésica, siguiendo los pasos de una generación de esclavos.
Cuando se hubo cansado, desaceleró y paró, la muchacha se había ido, desvanecida en la abundancia de madera que quedaba tras la parodia del espacio. Mondaugen, con el aliento entrecortado, bajó de la rueda catalina para proseguir su descenso y buscar el generador.
Pronto fue a caer en un sótano en el que se guardaban aparejos de jardinería. Como si el día sólo hubiera nacido para prepararle ese momento, descubrió a un bondel varón, boca abajo y desnudo, la espalda y las nalgas cubiertas de cicatrices de viejos golpes de sjambok, así como de heridas más recientes, abiertas en la carne como otras tantas sonrisas desdentadas. Armándose de valor, el asustadizo Mondaugen se acercó al hombre y se inclinó para tratar de percibir la respiración o un latido del corazón, procurando no ver la blanca vértebra que le hacía un guiño desde una abertura de gran longitud. "



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