Guía triste de París (fragmento)Alfredo Bryce Echenique
Guía triste de París (fragmento)

"París canalla… Cómo engañaste a Rosita… A la indispensable Rosita… A la que nos hizo reír a todos, en la embajada, mientras trabajábamos… A la que tanto te amó, ciudad del diablo… A una mujer que era para mí madre y abuela, pasado, presente y futuro… Pero sobre todo una amiga y una santa… Ya no estaba la pobre Rosita como para que le tendieras una de tus trampas, París… A esas alturas del partido… Amar y sentirse amada… Y por única vez en su vida… Sólo a ti se te ocurre una maldad semejante, maldita ciudad… Porque hoy, precisamente, cumplía Rosita sus bodas de plata aquí, y dentro de un mes, los setenta y seis años de edad… Le estábamos organizando la más linda sorpresa en la embajada y yo me iba a gastar íntegro mi sueldo del mes llevándola chez Maxim’s… Y qué nos vamos a hacer ahora sin Rosita en la embajada… Sin ella, que ni supo ni quiso saber lo que era una jubilación… Que hasta el último momento nos fue absolutamente indispensable para todo, dentro y fuera de la embajada… En fin, tuviste que ser tú, París canalla…
Rosita parecía haber nacido en la embajada del Perú en París. Y cuando me destinaron ahí, en 1981, como primer secretario, y me la presentaron, intuí inmediatamente que nuestra relación no se iba a limitar a lo estrictamente laboral, que iba a llegar bastante más lejos que eso. Claro que sabía de ella, por todos lados había oído hablar de Rosita y de la increíble historia de su expulsión de casa, de aquella lúgubre mansión de La Colmena, a la que mi abuela materna se refirió siempre como a un verdadero manicomio.
En casa de mis padres y de mis abuelos, desde muy chico, primero, y luego en la academia diplomática, la historia de Rosita la fui escuchando una y otra vez, con mayor o menor precisión, y con los nuevos capítulos que desde París llegaban a Lima. Por eso me hizo tanta gracia que ella misma la calificara como el destete más tardío del mundo, aquel primer jueves en que, por ser hijito de y de, y nieto de y de, y así hasta bisnieto de, me invitó a tomar un whisky a su departamentito de la rue Saint Dominique, en uno de los barrios más elegantes de París, lleno de mansiones, residencias de embajadores, en fin, tremendo chic.
La verdad, jamás me imaginé que pudiera existir un bar tan inmenso en un departamento tan chico. Uno entraba, besaba a Rosita, y después ya casi todo lo demás era bar, en esa suerte de templo al vaso y a la botella de scotch. Más su bañito, claro, y la cocinita enana, y, entre el bar y la ventana que daba a la calle, un espacio coronado por el más grande y versallesco sofá cama del mundo, con su par de mesitas, el televisor, y sus florerotes del más fino cristal, cada semana con un nuevo y precioso arreglo floral. Y ni qué decir de la provisión de whisky, gigantesca.
—Debería darme vergüenza, Rafaelillo, recibirte con tanto whisky a la vista, pero la verdad es que todo el mundo me regala botellas y, bueno pues, ya qué le voy a hacer a mis años… O sea que nos servimos otrito, ¿no?
—De acuerdo, Rosita. Y salud.
Esto era cada jueves, desde que llegué a París, y hasta el final. Yo no sé cómo hacía Rosita, cuál era su secreto para llegar fresca como una lechuga a la embajada, después de cada una de esas interminables noches de whisky y parloteo. Pero lo cierto es que yo tenía que beberme litros de agua y darle una que otra vez a la aspirina, toda la mañana, mientras que ella aparecía de lo más sonriente, elegantísima con la ropa que le regalaba alguna de sus amigas millonarias, con un maquillaje que parecía al óleo, y con todo su buen humor a cuestas.
Nadie la había visto aparecer de otra manera, desde la primera vez que se le vio por la embajada, cuando al embajador Hernando Somocurcio, esposo de su prima Isabel Pérez Prado, lo destacaron a nuestra sede en París. Tres años más tarde, un cambio de gobierno hizo que don Hernando Somocurcio y su familia tuvieran que regresar a Lima, pero Rosita, que hasta entonces había trabajado únicamente de gobernanta en casa de sus primos, simple y llanamente declaró que se quedaba a vivir en París, se instaló en la primera oficina de la embajada que encontró vacía, se apoderó de un teléfono olvidado que había por ahí, y al cabo de unos meses empezó a recibir un pequeño sueldo, porque en Relaciones Exteriores alguien muy importante decidió que se lo merecía y sólo lamentó que no se le pudiera pagar mejor.
Quién no recurría a Rosita para todo, desde la esposa del presidente de turno, de visita en París y con ganas de ir de museos y de tiendas, hasta el más indocumentado y pobre de los peruano que aparecían por ahí. Y los embajadores abusaban, la verdad, porque le pedían desde un paquete de cigarrillos hasta un palco en la Opera, para esta noche, por favor Rosita. "



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