El tonelero de Núremberg (fragmento)E.T.A. Hoffmann
El tonelero de Núremberg (fragmento)

"La encantadora Rosa hizo a su padre una reverencia infantil y le besó la mano con un respeto lleno de ternura. El rostro del anciano Paumgartner se cubrió de un cálido rubor, y del rescoldo ya casi apagado de su pasada juventud brotaron algunas chispas. El honrado Consejero se reanimó por un instante, a semejanza de un pálido reflejo de sol poniente que antes de desvanecerse tiñe con una última llamarada el paisaje otoñal. —En verdad, maese Martín —exclamó— posee usted un tesoro que vale todos los que pueda reunir un hogar; si nuestras viejas barbas se estremecen de placer al contemplar sus encantos, ¿qué sensación no producirá entre la juventud? Aseguraría que su Rosa distrae a los jóvenes del vecindario de sus devociones en la iglesia, y que en las reuniones donde las muchachas mariposean, van a ella todas las galanterías y los ramos de flores. Apostaría a que para casarla con lo mejor de lo mejor de Núremberg, mi querido maese Martín, no tendrá usted más cuidados que el de la elección del candidato.
Lejos de complacerse en las alabanzas del Consejero, maese Martín frunció el entrecejo, más bien descontento, y una vez hubo ordenado a su hija que sacara una botella de su mejor vino del Rin, dijo al entusiasta Paumgartner, que no dejaba de vista a Rosa mientras cumplía el mandato de su padre, encarnada como una cereza y con los ojos bajos: —Tiene usted razón, señor Consejero; he de reconocer que mi hija está dotada de una belleza notable, y he de añadir que posee otras cualidades muy dignas de aprecio. Pero no son estas cosas para habladas delante de una muchacha. En cuanto a la flor de los jóvenes de Núremberg, no pienso en ella para elegir un yerno.
Rosa, que volvía a entrar en la habitación, puso sobre la mesa una botella y dos vasos soberbiamente tallados; los dos viejos tomaron asiento frente a frente, y maese Martín colmaba los vasos de su licor preferido, cuando resonó en la calle el trote de un caballo. Corrió Rosa para ver lo que era, y volvió anunciando a su padre que un viejo hidalgo, Enrique de Spangenberg, quería verle.
—Bendiga Dios este día —exclamó el tonelero—, ya que me trae el más noble y generoso de mis clientes. Se trata, sin duda, de algún encargo importante. El señor de Spangenberg es un hombre digno de que se le reciba bien—. Y al decir esto, el maestro tonelero salió al encuentro del visitante con toda la agilidad que le permitían sus viejas piernas.
El vino de Hochheim centelleaba en las facetas del cristal de Bohemia, y los tres personajes sintieron pronto correr por sus venas una renovada vitalidad, y se pusieron a contar sin escrúpulo historietas intencionadas, hasta tal punto que el busto de maese Martín, sacudido por ruidosas carcajadas, flotaba de acá para allá por encima de su enorme vientre, y que el consejero Paumgartner sentía desarrugar su rostro apergaminado.
Pronto volvió a entrar Rosa con una limpia y elegante canastilla de mimbre, de la que sacó unos manteles blancos como la nieve, puso la mesa en un santiamén y no tardó en aparecer una apetitosa cena. Ni Paumgartner ni Spangenberg lograban apartar los ojos de la admirable joven, la cual les invitó con la más dulce voz a compartir con su padre los manjares que ella en persona había guisado. Maese Martín, hundido en el sillón y con las manos juntas sobre el abdomen, la contemplaba con el orgullo de un padre idolátrico.
Cuando Rosa se disponía a retirarse discretamente, el viejo Spangenberg se levantó de su asiento con la prontitud de un joven, y cogiendo a la joven por el talle exclamó con los ojos empañados en lágrimas: —¡Ángel querido, criatura celestial!—. La besó dos o tres veces en la frente y volvió a acomodarse en su asiento, abismado en nostálgicas reflexiones.
Paumgartner propuso vaciar un vaso en honor de Rosa. —Le digo, maestro —exclamó—, y seguramente el digno señor Spangenberg comparte mi opinión, que el cielo le ha concedido un bien imponderable en esta hija, que yo imagino a no tardar esposa de algún alto personaje, ciñendo una diadema de perlas, y llevada en una bella carroza ornada de ilustres blasones. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com