Las lunas de Júpiter (fragmento)Alice Munro
Las lunas de Júpiter (fragmento)

"Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish para ir a recogerle, y de vuelta a Toronto desde el mediodía, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle diciendo: «Bueno, no he visto nada sobre ti en Maclean's». Y si hubiese leído algo sobre mí diría: «Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje». Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa.
No me sorprendieron las noticias del doctor. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por tomármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el frágil balcón de un edificio alto. Pensé: «Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está». No sentí la protesta que hubiera sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese sido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.
—Por lo demás estás pletórico —dije.
Al día siguiente era de nuevo él mismo.
Así es como yo lo hubiese hecho. Dijo que ahora le parecía que el joven, el doctor, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.
—Un bisturí un poco fácil —dijo. Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podrían surtir efecto.
Yo no pregunté qué efecto.
—Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no creía, pero entonces la mitad de las veces no se te diagnosticaba lo que tenías. Mi padre no era alguien que fuese a buscar al doctor.
El recuerdo de la infancia de mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa, la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el severo padre, me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hacia Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo comer el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo.
El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, grueso y blanco (tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol) era un peligro para mí; parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada. "



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