Vértigo (fragmento)W. G. Sebald
Vértigo (fragmento)

"El camino de vuelta lo hicimos a pie. A los dos se nos hizo demasiado largo. Cabizbajos, caminábamos uno junto al otro bajo el sol otoñal. En Kritzendorf las casas parecían no tener fin. De los habitantes de Kritzendorf no había ni rastro. Todos estaban sentados a la mesa del almuerzo, haciendo ruido con sus cubiertos y con sus platos. Un perro se abalanzaba a una puerta del jardín de hierro, pintada de verde, completamente fuera de sí, como si hubiera perdido el juicio. Era un Terranova grande y negro, cuya mansedumbre innata se había echado a perder por malos tratos, una soledad prolongada o una atmósfera límpida. En la villa erigida detrás de la empalizada no se movía nada. Nadie venía a la ventana, ni siquiera se movía una cortina. En embestidas siempre nuevas, el perro corría contra la verja. Sólo a veces se quedaba parado, dirigiendo su mirada hacia nosotros, que nos habíamos quedado quietos como clavados. Eché un chelín como ofrenda para las ánimas en el buzón de chapa colocado junto a la puerta del jardín. Al seguir caminando sentí el frío del terror en mis miembros. Ernst se volvió a parar y dio la vuelta en dirección al perro negro, ahora mudo y quieto a la luz del mediodía. Quizá no hubiésemos tenido más que dejarle suelto. Es probable que después hubiera seguido el camino a nuestro lado, en actitud obediente, y que su mal carácter se hubiera puesto a buscar un domicilio nuevo en el interior de otros habitantes de Kritzendorf, o en todos los habitantes de Kritzendorf al mismo tiempo, de forma que ninguno de ellos hubiera sido ya capaz de sostener una cuchara o un tenedor.
Por la Albrechtstraße llegamos a Klosterneuburg. En su extremo superior se alza un edificio abandonado, levantado a base de bloques huecos de hormigón y paneles prefabricados. Las ventanas de la planta baja están clavadas con tablones. El entramado del tejado falta en su totalidad. En su lugar, introduciéndose en el cielo, sobresale una fajina herrumbrosa de apuntalamientos de hierro. Todo ello me causó la impresión de un grave delito. Ernst aceleró sus pasos y evitó echar una mirada al espantoso monumento. Un par de casas más adelante, en la escuela de primaria, había niños cantando. Quienes mejor lo hacían eran aquellos que no terminaban de conseguir mantener la curva melódica. Ernst se quedó quieto, se giró hacia mí, como si ambos estuviéramos representando una obra de teatro, y pronunció la siguiente frase en lo que me pareció una especie de alemán escénico aprendido alguna vez de memoria, hacía mucho tiempo: Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo. Haría cerca de dos años que ya había estado delante de la misma escuela. En aquel entonces había ido con Olga a Klosterneuburg para visitar a su abuela que había ingresado en la residencia de ancianos, en la Martinstrafie. En el camino de vuelta nos internamos en la Albrechtstrafie, y Olga cedió a la tentación de entrar en el colegio al que había ido siendo niña. En una de las aulas, la misma a la que había acudido a principios de los años cincuenta, daba clase, casi treinta años más tarde y con la misma voz de entonces, la misma maestra, que amonestaba a los niños de una forma exacta a la de entonces para que se concentraran en su tarea y no se pusieran a cuchichear. Olga me contó más tarde que sola, en el gran vestíbulo, rodeada de las puertas cerradas que en su época le habían parecido elevados portones, había sido presa de un llanto convulsivo. Cuando regresó a la Albrechtstraße, donde yo la estaba esperando, se encontraba en un estado de conmoción que nunca había notado en ella. Volvimos a Ottakring, al piso de la abuela, y durante todo el camino de ida y a lo largo de toda la tarde no pudo serenarse de la impresión sufrida por la vuelta imprevista del pasado.
El Martinsheim es un edificio sólido, alargado, del siglo XVII o XVIII. La abuela, Anna Goldsteiner, que padecía de esa extrema falta de memoria que al cabo de poco tiempo hace imposible desempeñar los quehaceres cotidianos más sencillos, había estado alojada en un dormitorio emplazado en la cuarta planta, a través de cuyas ventanas enrejadas, muy hundidas en el muro, se podían ver, mirando hacia abajo, las copas de los árboles resistiendo el terreno, bruscamente escarpado, del lado trasero de la residencia. Desde allí arriba daba la sensación de estar mirando un mar agitado. Me parecía que la tierra firme ya se hubiera hundido tras el horizonte. Bramó una sirena de niebla. Cada vez más y más lejos el barco seguía avanzando sobre el agua. De la sala de máquinas se elevaba, penetrante, la vibración uniforme de las turbinas. Fuera, en el pasillo, pasaba algún que otro pasajero solitario, alguno del brazo de su cuidador. Durante estos prolongados paseos, tardaban una eternidad en llegar al otro lado del marco de la puerta. Y es que esto es lo que sucede cuando uno se respalda en el fluir del tiempo. El suelo de parquet se movía debajo de mis pies. Un rumor quedo de conversaciones, crujidos, susurros, rezos y quejidos llenaba la habitación. Olga estaba sentada junto a su abuela y le acariciaba la mano. Repartieron el puré de sémola. La sirena de niebla volvió a sonar. Un trecho más allá, en el paisaje de aguas cual colinas verdecidas, pasaba otro vapor. Sobre el puente de barcas un marinero, con las piernas abiertas y las cintas de la gorra flameando al viento, hacía en el aire complicadas señales semafóricas con dos banderas de colores. Olga abrazó a su abuela en gesto de despedida y le prometió regresar pronto. Pero apenas tres semanas más tarde, Anna Goldsteiner, que en sus últimos tiempos para su propio asombro ni siquiera conseguía reunir los nombres de los tres maridos a los que había sobrevivido, murió de un leve resfriado. A veces no se necesita gran cosa. Cuando recibimos la noticia de su muerte, durante semanas no se me fue de la cabeza el paquetito azul casi vacío de sal de Ischl que guardaba en su piso de Ottakring, debajo de la pila, en el edificio de viviendas municipales de la Lorenz-Mandl-Gasse, que ella ya no iba a poder consumir. "



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