Historia de perros (fragmento)Leónidas Barletta
Historia de perros (fragmento)

"Los perros andaban tan agitados por saber qué conte­nía el sobre, que doña María tuvo que cerrar la puerta.
Y cuando él llegó, al mediodía, los chicos señalaban el cuarto clausurado y gritaban:
–Papá... está la carta... vino la carta.
El sobre fue abierto con todas las precauciones y de adentro salió una hojita de color azul. Doña María le alcanzó una silla a su marido y él había sacado del cajón de la cómoda unos anteojos de alambre y revisaba el papel sin encontrar nada, porque seguramente esa letra estaba destinada a otro, o no tenía destino. Quizás fuese de la Queca que escribía mientras pensaba en su novio. Al fin don Pedro cedió su asiento a Alberto y le dio a leer la carta.
Eran pocas líneas, pero no faltaba nada. Iban a venir el domingo y traerían el juego de lotería y los querían a todos. Pero don Pedro y doña María no estaban satis­fechos.
(¿Cómo iba a ser así de fácil la lectura de una cosa tan complicada? ¿No se trataba de un viaje de dos horas? ¿No se habían enojado cuando el cuñado, que podía, le había negado a don Pedro los seiscientos pesos para unas cuotas atrasadas de la casita?)
Entonces él simuló estar conforme pero cuando no lo veían iba a buscar la carta y la miraba por las cuatro esquinas y no encontraba en ella todo lo que hubiera querido hallar. Y por supuesto, el único que lo sabía era Fidel y ya era viernes y el almacenero había mandado dos cajones de cerveza.
El sábado se convirtió en lunes. Doña María baldeaba los pisos, levantaba torres de sillas sobre la mesa, espan­taba a cada rato a las gallinas. Al mediodía, la comida no estaba preparada y don Pedro tuvo que mover el ropero. Mario pudo sacar por fin el barrilete que se había des­lizado detrás del mueble y las arañas zancudas corrieron despavoridas a ponerse a salvo. Afuera, los sapos salían de entre las frescas matas de menta y daban grandes saltos, desarticulados, como si anunciasen un cataclismo.
Doña María, con la cabeza envuelta en un pañolón, fregaba y sacudía arrebatadamente.
Y de pronto ocurrió aquel suceso que llenó a todos de consternación. A la tardecita, cuando volvió el padre del trabajo, doña María señaló una gallina gorda, la Picaflora, y le dijo:
–Agárramela, que se la voy a mandar a doña Matilde para que le retuerza el pescuezo; así la pongo a orear esta noche y mañana se hace un poco de caldo.
Don Pedro se levantó el mechón de pelo de la frente y replicó:
–¿Por qué se la voy a mandar a doña Matilde? ¿No la puedo matar yo? ¿Soy manco yo...?
–También yo la puedo matar –contestó doña María–, pero en mi casa no quiero sangre de los animalitos que yo misma he criado.
–¡Adiós, mi plata! –exclamó él–. Con esas ideas la gente se moriría de hambre.
En seguida se levantó en el gallinero una tremenda alga­rabía. Todas las gallinas, que ya se habían acostado, pro­testaron indignadas, y don Pedro apareció, flanqueado por Fidel y Valentina, que habían ayudado a cazarla, con La gallina colgando de las patas y agitando las alas.
Alberto le alcanzó la cuchilla grande y mientras doña María, Mario y Pedrito y los dos perros entraban en la pieza y cerraban la puerta para no oír los gritos de la po­bre, don Pedro puso la cabeza de la Picaflora sobre la mesa, levantó el cuchillo y lo hizo caer sobre el cuello como la hoja de una guillotina.
Entonces ocurrió algo espantoso. (Es claro, fue algo más veloz que la misma muerte que el ave tiene prepa­rada cuando la van a buscar.) Al oír el golpe, doña María, los chicos y los perros se agolparon en la puerta de la pieza y vieron saltar y pasar por la galería, co­rriendo en zig zag y chocando, al pobre animal sin cabeza. Al final del corredor, resbaló sobre un costado, pero volvió a enderezarse y desandó el camino, tropezando con las sillas, como si anduviese buscando su cabeza. Iba dejando detrás un reguero de sangre. Al fin cayó junto a la puerta de la cocina y ya no se movió. (Y hubo un si­lencio que se correspondió con aquella muerte tan sorpren­dida de sí misma.)
Suerte que llegó el vinero y hubo que llevarle la dama­juana vacía y entrar la llena.
El pito del masitero llenó de pronto toda la cuadra. Don Pedro le dijo a doña María, dándole unas monedas:
– ¡Cómprale unos bizcochos napolitanos, que a tu her­mana le gustan tanto! Y de paso le compras algo a los chicos.
¡Y todo era para borrar aquella visión de la Picaflora sin cabeza!
Los dos perros salieron primero, a toda carrera y detrás de los chicos gritando:
– ¡Diga! ¡Masitero!
Ahora rodeaban la canasta plana, mientras el hombre descorría el lienzo blanco, agitando un colorido manojo de tiras de papel, sin dejar de silbar su musiquita, con un carozo de damasco.
Los ojos de los chicos volaban con los imprecisos mo­vimientos de las moscas, desde los polvorones a las tor­titas negras, desde los caballitos de chocolate al pan de Cremona. Los bizcochos napolitanos, con semillas de hi­nojo, como tubos esmaltados en forma de ochos, estaban atados con un piolín en el asa de la canasta.
Pero, con todo, después que se comieron las masitas, volvió a aparecer el recuerdo de la Picaflora pasando sin cabeza por la galería.
Fidel husmeaba el rastro de sangre que don Pedro aca­baba de limpiar, Valentina seguía los pasos de doña Ma­ría. Entonces, Mario afirmó lo que todos esperaban.
–Mamá... mañana, yo no como gallina.
Ya era de noche y los chicos y los perros se acostaron sin comer.
(A veces la noche se hacía tan profunda y misteriosa que los niños no se atrevían a entrar en ella y fingían tener sueño para atrincherarse en la cama con los perros)."



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