La sombra del caudillo (fragmento)Martin Luis Guzmán
La sombra del caudillo (fragmento)

"Las amigas los recibieron hechas un aspaviento de alegría; al frente de ellas, la Mora, la que se paseaba a diario por San Francisco envuelta la cabeza en un pañuelo a colores, contra cuyas tintas rojas, verdes, amarillas y azules resaltaban el moreno cálido de su tez y las dos manchas negras de sus ojos. La Mora era pequeña y flexible y tenía al andar un juego de hombros, un juego de cintura, un juego de tobillos, que de pura forma armoniosa que era la transformaban en mera armonía de movimiento. Allí, entre sus amigas, reinaba de pleno derecho, no obstante que cualquiera de las otras, de no existir ella, hubiese merecido ceñir la corona que ella tan bien llevaba.
Los hicieron pasar al comedor, en torno de cuya mesa, redonda, se sentaron todos, ellos y ellas, y se dispusieron a disfrutar, por horas, de la disipación mansa a que Olivier Fernández era tan afecto. Sobre la cubierta de hule fueron alineándose las botellas de cerveza. Frente a Ignacio Aguirre colocaron otra, ésta de coñac. Trajeron copas, vasos, ceniceros —todo ello, vulgar en cualquier parte, impregnado allí de significación nueva, gracias a la Mora—. Porque ésta, con su movible presencia, parecía comunicar en el acto a hombres y cosas algo de su armonía y de su raro prestigio. ¿Era una ilusión? A medida que ella distribuía botellas y copas, la luz, concentrada en el centro de la mesa por una pantalla que de la lámpara bajaba casi hasta el hule, como que desbordaba aquel cauce para perseguirle el brazo y la mano, y mientras tanto los oscuros ojos de la Mora —dos manchas negras en la penumbra— relumbraban y rebrillaban y su cuerpo iba de un sitio a otro dejando perfumes que eran ritmo, ritmos que eran perfume. Cuando al fin vino a sentarse entre Aguirre y Encarnación, se le figuró a Axkaná que la persona de ella y el ambiente que los rodeaba formaban una sola cosa.
A poco de empezar a beber, Olivier Fernández se puso a disertar sobre política. Los demás le siguieron. Con lo cual ellas se entregaron a oír con profundo interés, aunque quizá no entendieran bien el asunto que se debatía. Las cautivaba asomarse, entre un torbellino de frases a veces incomprensibles, al abismo de las ideas y las pasiones que mantenían encendida el alma de aquellos amigos suyos y que eran capaces de lanzarlos unos contra otros hasta hacerlos añicos. Sentían por ellos igual admiración que si fueran aviadores o toreros, y si los creían espléndidos y ricos, manirrotos como bandidos de leyenda, no era eso lo que en el fondo las atraía más, sino la traza futura de sus planes, porque entonces les parecía estar aspirando, en la fuente misma, la esencia de la valentía auténtica. Aquéllos eran seres temerarios, espíritus de aventura, susceptibles, como ellas, de darse todos en un momento: por un capricho, por un ideal.
Encarnación Reyes, encandilado por el coñac, por el perfume de la Mora y por cuanto oía, vino pronto a sentirse como si lo envolvieran la atmósfera caldeada y la excitación de una asamblea política o una sesión del Congreso. Ellos hacían de diputados; ellas, de público. Lo que se explicaba también porque Olivier Fernández no conseguía nunca decir cuatro palabras seguidas sino en actitud y tono de orador; su vida entera estaba en la política; su alma, en la Cámara de Diputados. Era su empeño de ese momento hacer memoria, con Aguirre y López de la Garza, de lo que les había acontecido en Tampico, cuatro años antes, cuando andaban en gira electoral con el Caudillo. Pero lejos de evocar los sucesos con recogimiento íntimo, según lo hubiera hecho cualquiera otro, Olivier sintió el impulso irresistible de ponerse en pie y ascender hasta una tribuna imaginaria. El chorro de palabras brotó de su boca como en la Cámara, sólo que aquí frente al estrecho círculo de la mesa sembrada de botellas y vasos, ante la fila de pares de ojos semiocultos en la sombra. La luz no le pasaba de la cintura, pero arriba, en la región donde los rayos se tamizaban en penumbra tenue, sus brazos accionaban, gesticulaba su rostro. Y no hacía falta verlo para someterse a su elocuencia, porque allí y en todas partes Olivier Fernández era un gran orador. La Mora y sus amigas lo escuchaban en éxtasis, se entregaban dóciles a la magia divina del verbo, que llega al alma por sobre la inteligencia y así convence y arrebata.
Las botellas vacías iban acumulándose sobre el hule pegajoso; del Hennessy-Extra no les restaba a Encarnación y Aguirre ni la mitad. Hubo un momento en que el ministro de la Guerra recordó que también él, cuando quería, era buen orador, y creyó que debía levantarse a su vez y contestar a Olivier Fernández con otro discurso. Su oratoria, en efecto, aunque inferior a la del líder radical progresista, no era mala. Reflejaba el vigor atlético que había en los músculos del joven general, se imponía, convincente, como la amplitud de su pecho, como la curva vigorosa de sus hombros, como la gallardía dominadora de su estatura. Pero oyéndolo a él, la Mora y sus compañeras, a la inversa de cuando oían a Olivier, no sentían que la palabra fuera cosa de magia, sino simple accesorio puesto a la substantividad del ademán del cuerpo. "



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