Los cuatro hombres justos (fragmento)Edgar Wallace
Los cuatro hombres justos (fragmento)

"Durante las últimas semanas, los sentimientos de Sir Philip hacia las posibles consecuencias de su proceder habían experimenta­do un cambio.
La irritación por el constante espio­naje, amistoso por una parte, amena­zador por otra, había engendrado en él un resentimiento tan amargo que todos sus temores se habían disipado. Su mente estaba poseída de la inque­brantable determinación de llevar a tér­mino la medida que tenía entre ma­nos, de desbaratar los propósitos de los Cuatro Hombres Justos y de vin­dicar la integridad de un ministro de la Corona. «Sería absurdo», escribió
en un artículo titulado «Individualis­mo y Servicio Público», inserto unos meses más tarde en la Quaterly Review, «sería monstruoso suponer que la crí­tica incidental procedente de una fuen­te carente totalmente de autoridad pue­da afectar, o de algún modo, influir, a un miembro del Gobierno en su con­cepto de la legislación necesaria para los millones de ciudadanos confiados a su tutela. Él es el instrumento, de­bidamente elegido, para poner en for­ma tangible los deseos y los anhelos de quienes naturalmente vuelven su mi­rada hacia él esperando, no sólo que provea los medios y los métodos que mejoren sus condiciones de vida, o que aligere las restricciones impuestas a las relaciones del comercio internacional, sino que ofrezca protección contra los riesgos que pueden comportar otras necesidades vitales, aparte de las co­merciales... En tal caso, un ministro de la Corona que se precie debidamen­te de sus responsabilidades, deja de existir como hombre para pasar a ser un mero autómata despojado del fac­tor humano».
Sir Philip Ramon tenía muy pocos amigos. No poseía ninguna de las cua­lidades que tornan popular a un hom­bre. Era un individuo honrado, cons­ciente, fuerte. Era la criatura de san­gre fría, cínica, que una existencia des­provista de amor había hecho de él. No tenía entusiasmo alguno... ni ins­piraba ninguno. Cuando estaba persua­dido de que un proceder era menos erróneo que cualquier otro, lo adopta­ba. Satisfecho con que una medida era beneficiosa a la corta o a la larga para sus semejantes, la defendía contra viento y marea hasta su resultado fi­nal. Podía decirse de él que no tenía ambiciones... solamente objetivos. Era el miembro peligroso del Gabinete, al que dominaba con mano maestra, pues ignoraba el significado de la bendita palabra «compromiso».
Si tenía alguna opinión sobre cual­quier materia bajo el sol, esa opinión había de ser necesariamente la de sus colegas.
Cuatro veces, en la breve historia de su administración, los titulares «Se rumorea la dimisión de un ministro del Gabinete» habían llenado los ta­blones de los periódicos, y cada vez, el ministro cuya dimisión fue final­mente aceptada había sido el miembro cuyos puntos de vista habían chocado con los del ministro de Asuntos Ex­teriores. Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes tenía sus propios criterios.
Se había negado por completo a ocu­par su residencia oficial, y el núme­ro 44 de Downing Street se convirtió en mitad oficina, mitad palacio. Su hogar era la casa de Portland Place, y de allí salía en coche todas las ma­ñanas, pasando por delante del reloj de la Guardia Montada cuando éste da­ba la última campanada de las diez.
Un teléfono privado conectaba su despacho de Portland Place con la re­sidencia oficial, siendo éste todo su contacto con la casa de Downing Street, la ocupación de la cual había consti­tuido la ambición de los más destaca­dos representantes de su partido.
Ahora, no obstante, al aproximarse el día en que habían de verse los re­sultados de todos sus esfuerzos, la Po­licía insistió en que trasladase su re­sidencia a Downing Street.
Aquí, decían, la tarea de proteger al ministro se simplificaría. Conocían bien el número 44 de dicha calle. Podrían vigilar mejor sus cercanías y, además, el trayecto (¡peligroso trayecto!) entre Portland Place y Asuntos Exteriores quedaría eliminado.
Costó muchas presiones y súplicas inducir a sir Philip a dar incluso este paso, y sólo cedió cuando se le asegu­ró que la vigilancia a que estaba suje­to le resultaría menos perceptible.
—A usted no le gusta hallar a mis hombres al otro lado de la puerta cuan­do se está afeitando —dijo el superin­tendente Falmouth en tono contunden­te—. Puso usted objeciones a la pre­sencia de uno de mis muchachos en su cuarto de aseo la otra mañana, y se quejó por tener que soportar la pre­sencia de un detective de paisano en su coche... Bien, sir Philip, le prometo que en Downing Street ni siquiera los verá.
Esto puso punto y final a las argu­mentaciones.
Hasta justamente antes de abando­nar Portland Place para ocupar su nue­va residencia no se sentó a escribir a su agente, mientras el superintendente esperaba en el antedespacho.
El teléfono situado junto al codo de sir Philip emitió un suave zumbido (odiaba los timbres), y la voz de su secretario particular le preguntó con cierta ansiedad cuánto tardaría aún.
—Tenemos sesenta agentes de ser­vicio en el 44 —prosiguió el joven y eficiente secretario—, y hoy y mañana estaremos... —y sir Philip escuchó con creciente impaciencia el recital.
—Me maravilla que no haya adquiri­do una caja de caudales para ence­rrarme dentro —rezongó, poniendo término a la conversación.
Hubo una llamada a la puerta y Falmouth asomó la cabeza.
—No quiero meterle prisa, señor —murmuró—, pero...
El ministro del Exterior se marchó a Downing Street con algo notable­mente parecido a la cólera. Pues no estaba habituado a que le metieran prisas, o a que lo cuidasen, ni a reci­bir órdenes a diestro y siniestro. Aún le irritó más el ver a los ya familiares ciclistas a cada lado del coche y el re­conocer cada pocos metros a un obvio policía de paisano admirando las vis­tas de la acera; y cuando llegó a Down­ing Street y vio que impedían el paso a todos los carruajes menos al suyo y que se había congregado una enorme multitud de morbosos mirones para aclamarlo a la entrada, se sintió como nunca en su vida se había sentido... humillado.
Halló a su secretario esperándolo en su despacho privado, provisto del es­quema del discurso de introducción a la segunda lectura del Acta de Extradi­ción.
—Estamos completamente seguros de que la Oposición ofrecerá una gran resistencia —informó el secretario—, pero Mainland ha hecho una llamada especial a todos los nuestros, y espera conseguir una mayoría de treinta y seis... como mínimo.
Ramon repasó las notas y las en­contró confortantes. Le devolvían la vieja sensación de seguridad e impor­tancia. Al fin y al cabo, él era un gran ministro del Estado. Desde luego, aquellas amenazas eran absurdas por completo (la Policía era la culpable del revuelo armado; y, por supuesto, la prensa). Sí, eso es lo que había sido todo... un espejismo sensacionalista de los periódicos.
Había algo optimista, algo casi cor­dial, en su semblante, cuando se volvió con media sonrisa hacia su secretario.
—Bien, ¿qué se sabe de mis desco­nocidos amigos..., como se llaman a sí mismos los muy canallas... los Cuatro Hombres Justos?
Aunque así hablara, estaba interpre­tando un papel. No había olvidado aquella denominación, que no se apar­taba de su mente ni de día ni de noche.
El secretario titubeó. Entre su su­perior y él, los Cuatro Hombres Jus­tos habían sido hasta entonces un te­ma tabú.
—Oh... no hemos oído de ellos mu­cho más de lo que usted haya podido leer —respondió en tono inseguro el secretario—. Sí, se sabe ya quién es Terrí, mas no se ha conseguido loca­lizar a sus tres compañeros.
El ministro frunció los labios.
—Me conceden hasta mañana por la noche para retractarme —declaró.
—¿Ha vuelto a tener noticias suyas?
—La más breve de las notas —in­formó sir Philip con ligereza.
—¿Y en caso de que no se retracte...?
—Cumplirán su promesa —respon­dió sir Philip lacónicamente, pues la expresión «Y en caso de que no se re­tracte...» le había transmitido al co­razón un frío cuya razón no acababa de comprender.
En la habitación de arriba del taller de Carnaby Street, Terrí, sumiso, hos­co, temeroso, estaba senta­do frente a los Tres.
—Quiero que entiendas claramente—decía Manfred— que no te guarda­mos rencor por lo que has hecho. Opi­no, y lo mismo opina el señor Poiccart, que el señor González hizo bien en res­petar tu vida y volver a traerte con nosotros.
Terrí bajó la mirada ante la sonrisa semifestiva del hablante.
—Mañana por la noche harás lo que acordamos hacer... si todavía sigue siendo necesario. Después, te irás..; —calló.
—¿Adónde? —exigió Terrí, súbita­mente encolerizado—. ¿Adónde, en nombre del Cielo? Les he dicho mi nombre y sabrán quién soy sólo con escribir a la Policía española. ¿Adón­de podré ir?
Se incorporó de un salto, lanzando a los tres una mirada asesina. Sus ma­nos temblaban de rabia, y su sólido esqueleto estaba siendo sacudido por la intensidad de su ira.
—Tú mismo te has traicionado —re­plicó Manfred en voz baja—, y ése es tu castigo. Pero nosotros encontrare­mos un sitio para ti, una nueva Es­paña bajo otro firmamento..., donde te estará aguardando la chica de Jerez.
Terrí paseó su mirada suspicazmente de uno a otro. ¿Se estarían divir­tiendo a su costa?
No había sonrisas en sus rostros. González lo miraba con ojos inquisi­tivos y penetrantes, como si hubiese visto algún significado oculto en sus palabras. "



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