La última condena (fragmento)Juan Mihovilovich
La última condena (fragmento)

"Les sugería que fueran a buscar callampas en los faldeos del cerro, que se internaran más allá de las zarzamoras y eligieran al azar un número no inferior a diez, queridas primas, mientras él quedaba al cuidado de Mercedita, que se hallaba sentada sobre sus talones y llenaba un balde calipso con tierra erosionada, lo daba vueltas y volvía a llenarlo, al tiempo que con un pedazo de tiza rayaba una docena de piedras diferentes, que César Enrique situara alrededor de las rodillas para que no se saliera del círculo trazado y se dedicara a su juego predilecto, y a esos intervalos repetidos que consistían en mirarlo con tranquila curiosidad como si le preguntara ninguna cosa, pero buceando en su interior, al fondo de sus ojos ansiosos, de aquella mirada que César Enrique se esforzaba en ocultar distrayendo su visión a la altura de las nubes, la paseaba por el delgado hilo que las curvas formaban en la carretera en una porfiada seguidilla, la retrotraía a gastados recuerdos inconexos y así ella no viera lo que él deseaba, lo que estaba necesitando, desde que les dijo a las primitas que se perdieran en su búsqueda inútil, porque de una u otra forma sus sentidos lo llevaban inexorablemente a contemplar tu pequeña boquita Mercedes, tu sonrisa quieta de rostro adulto, y lo atraía un halo embrujado que daba incontables vueltas en torno de su cuerpo, que asfixiaba su respiración y él, César Enrique, pretendía llenar el balde con hierbas y arena en gestos maquinales, y ella absorta en un mundo fantástico como si intuyera que su salvación provenía de su constante ocupación manual, pero César Enrique emitía un comentario sin sentido para que no sospechara qué se fraguaba tras su persistente observación, y como una casual manera amistosa le arregló el cabello y anudó los cordones del cuello de su blusa anaranjada con desiguales motitas celestes, y pasó sus dedos por la garganta infantil como espantando un anillo de presión inexistente, para tomarla de la nuca y besarla en su boca diminuta, y ella con los ojos bien abiertos esperando que César Enrique la dejara continuar su juego, que pudiera dar vueltas el balde en su vestido plisado para volver a llenarlo con guijarros y pétalos de flores que dejaba caer de uno en uno, y él le hablaba con ternura de insinuación desconocida, porque un hechizo verdadero nacía del silencio abismante de Mercedita, que parecía tenerlo al borde de la ingenua desesperación y se inclinaba a la altura de su frente pretextando una mariposa invisible y poder acariciar su tostada piel inmadura, y luego se levantaba acicateada por el murmullo del viento ululante a través del ramaje de los pinos y por las voces apenas audibles de los demás niños, que descubrían una madriguera en los faldeos del cerro y hurgaban con un palo a la espera de la aparición insospechada, y hasta allá corría Mercedita y hasta allá la seguía César Enrique, porque un beso fugaz no era suficiente, y los latidos del pecho lo llevaban con insistencia a querer aplastar esos labios inmóviles sin otra pretensión posible, porque le urgía la satisfacción de un apetito irreconocible y extraño que lo llevaba a colocarse en sus proximidades, desde donde pudiera olfatear esa emanación de virginal impubertad, que lograba obnubilar su conciencia infantil, desechando los naturales juegos inocentes, hasta que llegado el día de la separación obligada Mercedita desapareció como tragada por el desconocimiento, y los ojos de César Enrique la buscaron incesantes por los sitios conocidos, en las infaltables orillas del río Andalién, en las alturas del pino mayor que crecía a un extremo del jardín y a donde subían los dos a recostarse en su cúpula verdosa casi al borde del aire azulado, y allí habían moldeado una especie de endeble cuna para hacer descansar sus silencios de nubes que pasaban sin cesar, y la buscó en las cuatro esquinas del patio trasero y brincó por la tapia una vez más sin que descubriera su apostura sentada en la puerta de la casa ni viera las gallinas castellanas en el gallinero o los patos chapoteando en el barro, porque le llegó una inquietud de desalojo, imágenes de vacío que invadieron sus preguntas, y César Enrique se quedó apoyado en el tambor que almacenaba el agua del pozo repasando tristemente el día de la procesión en que recuperó la palabra, y los primeros ojos que vio fueron los de Mercedes, que intentó correr entre las piernas de la muchedumbre para oír en medio de gritos y plegarias cómo César Enrique preguntaba, dónde estaba Mercedes Alcántara, que quiero que oiga su nombre de mis labios, pero el milagro era patrimonio general y todos ansiaban tocar, aunque sólo fuera un cabello del niño encantado que rompiera el hechizo del diablo, y no ha existido tal milagro, repetía don César golpeando con la punta del zapato las paredes de la casa, porque nunca ha habido hechizo alguno, y este hijo ha sido un castigo inmerecido, una irreverencia sin sentido, y yo sé que hablaba en las noches otoñales aprovechando la caída de las hojas de los árboles para ocultar sus palabras, y ahora César Enrique podía mover un dedo y los acólitos inesperados miraban hacia donde indicaba, y si estaba dirigido al sur partían en esa dirección, y si señalaba el suelo se arrodillaban con la cabeza gacha y suspiraban buscando una clave entre las piedras, hasta que don César decidió que un milagro se oculta y se olvida, y así envió a su primogénito al internado del colegio de Los Padres Salesianos, pensando que con aquella determinación quedaba abolida la estupidez ciudadana. 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