Distrito del Sur (fragmento)Winifred Holtby
Distrito del Sur (fragmento)

"Hacía tiempo ya que los Mitchell prescindían de sus pequeños lujos: los cigarrillos de Fred, el jabón perfumado de Nancy, los viajes en autobús y los periódicos. La mano sombría de la pobreza se apoyaba en ellos y ahora les acababa de hundir una nueva perspectiva. Nancy volvía a estar encinta. Fue un accidente, una irónica catástrofe producida por un exceso de prudencia. Los substitutivos baratos en que ella y Fred confiaran les habían traicionado.
El aguijón del fracaso se clavaba en su amor insatisfecho, en su pasión, en su deseo por otro hijo. En cuanto «las cosas» mejoraran, Peggy había de tener un hermanito. En cuanto el South Riding pudiera permitirse nuevamente el lujo de pensar en el porvenir, de inscribir pólizas de seguro. Pero no así. No ahora.
Nancy no se atrevía a decírselo a Fred. No se atrevió a seguir el ejemplo de Mrs. Holly y «tomar cosas» para abortar. Había mujeres en Kingsport que hacían «cosas», pero Nancy no sabía dónde encontrarlas. Y aunque lo hubiera sabido, ¿dónde hallar el dinero? Y si hubiese tenido el dinero, ¿habría osado afrontar la clandestinidad de aquel paso, la duda y el peligro? Nancy sólo sabía de estas cosas lo que decían los periódicos al reseñar ciertos casos en que intervenían los tribunales. No podía soportar la idea de que ella, Nancy Mitchell, que antes fuera Nancy Whitefield, pudiese llegar a tal extremo. Imaginaba el proceso, las vergonzosas preguntas, la publicidad.
No, no podía hacerlo. Pues entonces ¿qué haría? ¿Qué podía hacer? —preguntaba al opaco cielo gris, al encharcado campo.
Era un jueves por la tarde y el campamento estaba casi lleno, pero Nancy sentía una intolerable soledad. Fred estaba ausente como de costumbre, pedaleando bajo la suave lluvia de julio en busca de clientes improbables. Los excursionistas, con sus impermeables, deambulaban por la carretera de Maythorpe; los bañistas descendían el fangoso sendero hacia la playa. Pero Nancy no tenía un alma en quien poder confiarse. La dolorosa humillación y el desespero de su secreto le roían el corazón.
Para escapar de sí misma atravesó el campamento en dirección al vagón de los Holly. Peggy dormía en el cochecillo con la capota alzada, fuera de la casa. Los excursionistas estaban recogidos en sus tiendas o chozas, cantando o jugando a las cartas. El ex oficial, sin sombrero, venía del aljibe con un cubo de agua en cada mano. Saludó a Nancy con su amistosa mueca.
—Vamos a crecer con este tiempo.
Ella le miró, mientras el aire húmedo estiraba las cuidadas ondas de su peinado. La irritaba porque era un caballero y hacía vida de vagabundo.
—Tal vez se acabe la sequía —sugirió cortésmente ocultando su desprecio.
—No llueve bastante.
—Mi marido dice que si se seca el aljibe tendremos que abandonar el campamento.
—Quedan otros sitios.
Hubiese azotado aquel amable rostro lleno de cicatrices. Los hombres que no tenían responsabilidades, que no tenían hijos que mantener, podían mostrarse indiferentes y filosóficos. Les odiaba. Odiaba a toda la gente despreocupada y libre de cargas.
Prosiguió su camino por el terreno escarbado por las gallinas, sosteniéndose el impermeable sobre la cabeza como una capucha, con los labios comprimidos en una línea sutil de desdeñosa indignación. Subió los tres peldaños del coche de los Holly y llamó a la puerta imperiosamente.
Daisy abrió la puerta, con sus estólidos doce años, sus orondas y encendidas mejillas y sus ávidos ojuelos grises. Era el miembro de la familia Holly que Nancy despreciaba más, pero el desprecio le daba aplomo. Los Holly eran tan evidentemente sus inferiores que su pobreza, su miseria y su ausencia total de remilgos halagaban el orgullo de Nancy. Aquí por lo menos podía darse aires de protectora y regañar; percibía la clara sensación de su superioridad. "



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