La mariscala (fragmento)Abraham Valdelomar
La mariscala (fragmento)

"Para realizar sus propósitos, Doña Francisca, necesitaba la colaboración de un hombre capaz de secundarla. Así eligió por compañero de su vida, «al más insignificante entre todos sus cortejadores», según el concepto ajeno, pero el más útil según su criterio. Había menester un hombre que hiciera reales los sueños de su imaginación exaltada, asumiendo papeles que ella, por razón de su sexo, no podía asumir. Realizado el matrimonio, Gamarra fue su más leal servidor, y en ello están de acuerdo todos los historiadores.
No era Gamarra un necio, ni un cobarde, ni un patán, como se ha dicho y repetido tan a menudo. Lejos de eso. Hijo de don Fernando Gamarra, y de doña Josefa Petronila Messía, había nacido en el Cusco el 27 de agosto de 1785. A los catorce años ingresó a la carrera de las armas, sirviendo en los Ejércitos reales e interviniendo como tal en el levantamiento de 1814 y 1815, a lado del General Goyeneche. En 1818 se le quitó la dirección de su tropa, destinándosele como contador interino de Rentas en Puno. En 1820, intentó una conspiración contra el gobierno real, de acuerdo con los tenientes coroneles don José Miguel Velasco, don Mariano Guillén y otros, pero «no se les pudo comprobar el hecho» en el expediente que se les siguió. Desde entonces Gamarra fue mirado con desconfianza por el virrey, más a pesar de ello, poco después, el Brigadier Canterac lo llevó a Lima, siendo Gamarra Comandante del Batallón Unión Peruana o Cusco. Llegó a Lima con sus tropas en 3 de diciembre, y el Virrey dando crédito a denuncias, y creyendo a Gamarra de acuerdo con los patriotas, le quitó la dirección de aquéllas, pues se le acusaba de participación en el paso del «Numancia»; y, para desagraviarlo le hizo su ayudante de campo, puesto que dejó para ponerse francamente al lado de los patriotas, presentándose el 20 de enero de 1820 en el cuartel de Huaura donde San Martín. En el interregno de esa fecha hasta su matrimonio en 1823, ganada la primera faz de la campaña de la independencia, fue nombrado General de Brigada por el presidente, Mariscal Don José de la Riva-Agüero. Casóse la víspera de partir a la batalla de Ayacucho. Era astuto, desconfiado, inteligente; encontraba siempre una razón para disculpar sus actos más temerarios. Poseía, como ninguno el arte maquiavélico. Su doctrina y métodos eran los de San Ignacio. Para él todos los medios eran buenos, lo que importaba era el fin. Sabía poner oídos de mercader a los asuntos que le mortificaran. Enérgico, no se desanimaba jamás ante la adversidad. Había conocido muy de cerca a todos los capitanes de su época desde Bolívar hasta Pezuela. Fue sin duda el mejor militar que tuvo el Perú independiente. Sobre los caudillos de su tiempo tuvo una gran ventaja: el talento y carácter de su mujer.
Doña Francisca, como he dicho, después de la entrevista con Bolívar, entró resueltamente a la lucha. Ordenada, metódica y lógica, para hacerse capitana comenzó por educar su cuerpo. Dedicóse con vehemencia a la esgrima, manejó con admirable maestría la pistola, se hizo la mejor amazona de su época, nadie la aventajaba en el gracioso arte de la natación. Placíale el cigarro y no tomaba jamás alcohol. Ya en el comienzo de sus campañas vistió las ropas militares y se cubría con una capa española. Así un día, en la vieja ciudad de sus abuelos, resuelto su destino, la extraordinaria pareja, con los marciales atavíos y con la capa cruzada, sobre piafantes potros de largas colas y pródigas ancas, arrogante, magnífica, tendió su penetrante mirada por la extensión silenciosa y honda de sus serranías. Y debió ser épico aquel grupo. Poético símbolo del espíritu de su tiempo, que se encarnaba en aquella pareja. Esos cóndores salían del Cusco, iban a subyugar pueblos, a dominar voluntades, a suscitar envidias, a castigar calumnias, a cautivar corazones, a dar la victoria en los combates y a ser dueños y señores de la nueva república. Tal como en otros días la primera pareja de quechuas bajará desde el cerro legendario para fundar el imperio más extenso y magnífico de América. Debieron acoplarse los pumas en la selva. Y los cóndores deslizando en el azul sus enormes alas negras debieron girar inquietos, tejiendo fantásticas coronas sobre las cúpulas y los muros inmortales de la ciudad de piedra, mientras el Sol, orgulloso de los nuevos hijos, brillaba regocijado en sus metálicos arreos. "



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