El perjurio de la nieve (fragmento)Adolfo Bioy Casares
El perjurio de la nieve (fragmento)

"Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética: lo veo esa noche en la Patagonia, alegre, erróneo, animoso, a la entrada misma de un insospechado laberinto de persecuciones.
A eso de las diez y cuarto salió del hotel. Declaró que iba a caminar, para pensar en un poema que estaba escribiendo. Hacía tanto frío, que eso era una locura desmedida, aun para Oribe. No le creí; no le contesté; lo dejé salir. Partió lúgubremente, como a cumplir un horrible compromiso. Después salí yo. La noche estaba oscura; por más que anduve no lo encontré. Entré en el bosque de pinos. No tengo miedo a los perros; en casa, cuando era chico, siempre había algún perro, y sé tratarlos. Después salió la luna y empezó a nevar. Yo estaba a unos cincuenta metros del hotel, pero nevó fuerte y llegué con las botas sucias. Adentro, Oribe me esperaba, asonsado por el frío. Volvió a hablarme del poema y volví a no creerle. Tomamos unas copas. El poeta las necesitaba; a lo mejor yo también. Le conté mi excursión. YO debía de estar medio borracho. Me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias, y lo obligué a quedarse hasta el alba, mientras yo charlaba y bebía.
Al otro día me desperté muy tarde. Oribe estaba de pie frente a la ventana, con ojos de asombro y con los brazos abiertos.
-¡Otro mito que muere! -exclamó.
No le pregunté el significado de sus palabras; no quería entenderlas; quería dormir. Pero él continuó:
-En este mismo instante un automóvil entra en "La Adela". Exijo una explicación.
Se fue. Empecé a levantarme. Volvió al rato: su abatimiento era notorio, casi teatral.
-¿Qué sucede? -le pregunté.
-La prohibición de entrar en el bosque ya no existe... Ya no existe. Una de las muchachas ha muerto.
Salimos lentamente. El patrón nos saludó desde lo alto de un viejo automóvil.
-¿A dónde va? -le preguntó Oribe, con su natural impertinencia.
-A Moreno, a buscar un médico. Al de aquí le cortaría el pescuezo. Lo vi esta mañana para que fuera a la estancia, por el certificado; ahora me avisan de la estancia que no ha ido. Mando un chico a su casa y le dicen que se fue al Neuquén.
Un viajante nos preguntó si concurriríamos al velorio. Oribe le aseguró que no.
-Pueden ir -dijo el patrón-. Va todo el pueblo.
La decisión de Oribe era firme. Tal vez tuviera razón; ir al velorio tal vez fuera desagradable; pero me irritaba que tomara decisiones por mí y que se metiera en mis cosas.
A la tarde no sabíamos qué hacer. No podíamos irnos, porque hasta el día siguiente no había ómnibus. Toda la gente de General Paz estaba en el velorio. No teníamos ganas de conversar. Yo pensaba en la muchacha muerta. Oribe también, seguramente. No me atreví a preguntarle si sabía el nombre de la muchacha (en general lo trataba con autoridad; sin embargo, en algunas ocasiones me cuidaba vergonzosamente, como si temiera su opinión).
Por fin, me preguntó:
-¿Vamos al velorio?
Acepté. Fuimos caminando, porque no quedaba ningún vehículo en General Paz. Era casi de noche cuando cruzamos la tranquera de "La Adela", en silencio, con una compartida solemnidad que ha de parecer una tontería, o un presagio. "



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