Diamantes y pedernales (fragmento)José María Arguedas
Diamantes y pedernales (fragmento)

"Por la esquina de la plaza desembocó una pareja. Venían tomados de las manos. La madre esperó. Eran ella y el joven ganadero.
—¡Cómo has tardado, hijita! —dijo la madre, y no pudo contener el llanto.
Don Aparicio le explicó que habían buscado al padre, que lo habían esperado, y que ahora venían por él. Las acompañó respetuosamente; y se despidió en la puerta de la casa. La madre se había calmado.
—¡Mamacita! ¡Mamacita! —exclamó la niña, ya en el patio—. ¡Dame tu bendición, aquí mismo! ¡Quiero la voz del cielo!
Estrechó a su madre tan exaltadamente, que ella sintió miedo.
—No eres para ese señor —le dijo expresando su convicción serena. Luego le habló en quechua; le dijo que su padre había llegado trastornado, que se había acostado pero que no dormía; que tenía los ojos abiertos, con ese brillo penetrante y triste que despiden los ojos de la gente desventurada, que en la muerte o en el sueño no pudieron cerrar los párpados—. ¡Es un mal, un mal grande! ¡El cielo advierte! ¡Que no te lleve la corriente!
Pero la corriente era dulce y poderosa: «Ya no, ya no. Estamos con dueño», pensaba ella.
Y atajó a su madre en el patio; hizo que la acompañara hasta que salió la luna, una media luna de luz amante, a la que la ardorosa Irma quiso esperar para contemplar sus figuras insondables. Creía que en ellas se veía a la Virgen y al Niño cabalgando. No se encomendó a ninguno. Era feliz y comprendió que no necesitaba ya de nadie. Las ramas del gran nogal que crecía en la huerta, junto a los muros del patio, empezaron a temblar sobre la tierra iluminada.
—Vámonos, mamacita. Ya estoy tranquila —dijo a la señora.
Ella, la madre, fue rezando en quechua, pero las palabras ahondaban más su temor; y la señora siguió humillándose ilimitadamente.
A las cuatro de la mañana se escapó de su casa. Engañó a su madre con una resignación fingida. Y aquella madrugada montó en la briosa yegua que pateaba impaciente a la orilla del río. Él la esperaba con su mayordomo grande que tenía a la yegua por la brida. La abrazó, apretándola sobre su pecho, y la levantó como a una pluma sobre la montura. Y partieron a galope.
—¡Mi querida, la mejor de mis queridas! ¡Está virgen! ¡Su carnecita dura! —hablaba él, mientras el galopar de los veloces caballos excitaba su regocijo, su poderío.
Los bosques de retama perfumaban el campo. Se veían las flores como claras manchas a las orillas del río. La luna menguante no opacaba a las estrellas, iba acercándose al filo de los montes, en un extremo del cielo despejado; bajo su luz tranquila brillaban las estrellas, sin herir tanto. Nunca se funden las cosas del mundo como en esa luz. El resplandor de las estrellas llega hasta el fondo, a la materia de las cosas, a los montes y ríos, al color de los animales y flores, al corazón humano, cristalinamente; y todo está unido por ese resplandor silencioso. Desaparece la distancia. El hombre galopa pero los astros cantan en su alma, vibran en sus manos. No hay alto cielo. "



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