La muerte de Montaigne (fragmento)Jorge Edwards
La muerte de Montaigne (fragmento)

"El marqués de Biron, alcalde de Burdeos hacia el año 1580, era un hombre fiel a la monarquía, pero se había inclinado al catolicismo intransigente, duro, de la Liga. Ahora bien, si se quería convertir a Burdeos en una ciudad bisagra, en la clave de la reconciliación entre el norte y el este católicos y el sur protestante, Biron pasaba a convertirse en un personaje incómodo, hasta peligroso. Michel de Montaigne, en cambio, admirado por el rey, estimado por la Reina Madre, cercano por lazos regionales y de todo orden al rey de Navarra, el «reyot de Nabarra», como se solía escribir en las crónicas locales, amigo de su amante predilecta, de la inteligente y bella Corisande, e hijo, además, de un alcalde ilustre, Pierre Eyquem, parecía la persona más indicada para reemplazar al fanático Biron y desempeñar un papel reconciliador, de intermediario, de negociador discreto, de armonizador de visiones contrarias. ¿Había escuchado Montaigne algo de todo esto, había llegado a olfatear algo, había recibido alguna insinuación desde arriba, en la víspera de su viaje a Italia a través de Suiza y Alemania, en las primeras semanas de 1581? Son preguntas que no tienen hoy ninguna posibilidad de respuesta. Pero hay un hecho: Montaigne recibe en Roma la noticia de su nombramiento, reacciona con calma, no se vuelve loco por regresar y hacerse cargo de su alcaldía, pero acepta la decisión con buen ánimo. Si algo sabía de antemano, si esperaba ese nombramiento, aunque no terminara de gustarle, aunque lo recibiera con sentimientos encontrados, lo disimuló muy bien, con singular astucia, con discreción de profesional. A partir de ese momento, su hombre de mayor confianza, su brazo derecho, pasó a ser el mariscal de Matignon. Matignon era un legitimista, un servidor seguro de la monarquía, pero tenía relaciones pacíficas y amistosas con los hugonotes. El cuadro, entonces, se completaba. En el municipio de Burdeos se instalaba un católico moderado, amigo del rey protestante de Navarra, en ocasiones consejero suyo, pero súbdito fiel, seguro, del rey de Francia, y al lado, en calidad de mano derecha suya, teníamos a un militar de talento, firme, serio, servidor del rey, dispuesto a dar su vida por la monarquía, pero enteramente abierto a seguir los consejos conciliadores del autor de los ensayos. En buenas cuentas, aquí había un excelente militar político, unido a un escritor de gran llegada a los personajes claves del poder y de habilidades diplomáticas superiores. Daba la impresión, con todo esto, de que las piezas habían quedado muy bien ordenadas en el tablero. Pero había que tener mucha paciencia, y explorar a fondo, con rigor, con lucidez, las posibilidades del camino que se abría. Se anunciaba un cambio dramático de folio, de viga maestra, de época. Y parecía que los fanáticos, en último término, por muchos crímenes y muertes que se produjeran, no iban a poder salirse con la suya. Ya he contado, no sé si aquí o en alguna otra parte, que uno de mis primeros trabajos literarios, en plena adolescencia, fue un artículo escrito a la manera de Azorín, que se planteaba como homenaje personal al escritor y que fue publicado allá por 1944 o 1945 en la revista del Colegio de San Ignacio. Era el relato de un paseo por campos parecidos a los de Castilla (que entonces sólo conocía por la literatura, por el propio Azorín, por Antonio Machado, por algún otro), y parecidos, también, a campos de la zona central de Chile, de Melipilla, de Talagante, de Rancagua, del antiguo oriente despoblado de Santiago. El lenguaje intentaba ser azoriniano, un pastiche, una parodia del autor de La voluntad, de esas cosas, y en alguna medida lo conseguía. Usaba palabras españolas que el maestro usa con frecuencia y que aquí en Chile no se conocen. La palabra «prístino», por ejemplo. Supongo que esto podía sonar un poco afectado, hasta ridículo, sobre todo si venía de un adolescente santiaguino de trece o catorce años de edad. Pero no tengo el artículo a la vista, y no estoy en condiciones de dar un juicio más o menos correcto, moderadamente ecuánime. En estos días del año 2009, a propósito de mis primeras lecturas de la década de los cuarenta del siglo pasado y de las primeras menciones de Montaigne que escuché en mi vida, he releído al azar, sin plan preconcebido, numerosas páginas de Azorín. Tengo que admitir que lo he pasado muy bien: he redescubierto de inmediato la gracia, la atmósfera, la poesía de su escritura. Pero algunos de los tics de su estilo, algunos de sus frecuentes coqueteos verbales, me han parecido excesivos. "


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