La desconocida (fragmento)Juan Bonilla
La desconocida (fragmento)

"No sé si me fascinaba la historia que me contaba o el hecho de que siempre me ha parecido fascinante que un desconocido elija a otro como depositario de unas cuantas confesiones que sería incapaz de ofrecer a alguien muy cercano: en esto los viajes en tren nos dan lecciones nada titubeantes. Debe de ser el hecho de que yo nunca he sido capaz de confesarme a un eventual compañero de viaje, y viaja en el centro de mi pecho y en las regiones más oscuras de mi cerebro una de esas historias a las que los que no leen novelas califican siempre de «novelera», pero el caso es que ese tipo de confesiones me causan admiración porque están llenas de información inútil para el que la recibe (qué puedo hacer con todo lo que sé acerca de algunos compañeros de viaje en tren que una vez me contaron aspectos íntimos de sus vidas sin que yo hiciera nada por arrancárselos) con independencia de que el material confesado sea o no fascinante. Y ahora aquella mujer me preguntaba «entonces, ¿qué?», un segundo después de que yo mismo me formulase esa pregunta en silencio a la vez que me preguntaba también a cuántas personas le habría contado aquella desconocida su singular circunstancia. Qué podía decirle. Podía empezar por confesarle que no me tragaba nada de lo que me había contado. Era una mujer atractiva, algo ajada, con un rostro historiado que bajo las marcas evidentes de los malos ratos dejaba intuir una hermosura pasada, una hermosura reciente, una hermosura recuperable. Me encogí de hombros para responder a su pregunta, y dado que ello no pareció satisfacerla —creí oír un timbre como el de algunos programas concursos de televisión que señalan que la que se ha dado es una respuesta incorrecta—, me obligué a formular una pregunta estúpida cuya única pretensión era invitar a la mujer a que se extendiera en las causas que la habían conducido a aquella situación:
—¿De verdad piensa suicidarse?
—¿Le apetece dar un paseo por la playa con una desconocida?
Dije que por supuesto, claro, qué iba a contestar que hubieran contestado ustedes. Bajamos a la playa por la escalera de estrechos peldaños. Escuchamos la respiración de las olas. Escuchamos ese silencio que se paraba la muerte de una ola de la muerte de la siguiente. Estaba hecho de tiempo extraño, de misterio insondable, tejido con las ascuas de una certidumbre antigua, una certidumbre dormida que sería capaz de explicárnoslo todo si consiguiéramos despertarla. Vivimos ahí, entre ola y ola, entre dos ráfagas de infinito; es sencillo aceptarlo: no hay más que esos dos muros de niebla, rumor del tiempo que pronuncian las olas cuando mueren. Y es vano agrietarlos con vanas preguntas que estrellen nuestras dóciles angustias para obtener tan sólo, como frugal recompensa en forma de respuesta, nuevos modelos de la misma pregunta. Traté de contagiarle esa inspirada grandeza de celebrar el milagro sin por qué de existir —yo, sí, yo—, le dije que no tenemos tiempo de ser nosotros mismos, apenas nos han concedido tiempo para tratar de ser felices contra todos los golpes siniestros de las circunstancias, pero mis frases eran torpes, indecentes: sonaban a burla. Traté de compartir mi euforia —el mundo fue creado en domingo, dijo el poeta favorito de mi ex mujer— y no lograba borrar de mi mente la idea de cambiar el original de Antoni Tàpies por una buena fotocopia en color. Avanzaba junto a aquella desconocida por la arena fresca de la playa, sorteando a veces parejas que se amaban bajo las estrellas o a grupos de muchachos que medían la noche con canciones y cháchara. Pero mis expresiones estaban perjudicadas por la banalidad o la cursilería, no conseguía adecuar las palabras a lo que las impulsaba. No conseguía contaminarla con mi euforia, seguramente porque ésta era postiza, porque la tristeza me anegaba y no iba a permitir que emergiera de mí ni un convincente simulacro de alegría. La desconocida me contuvo amablemente:
—No te esfuerces. Todo lo que digas me sonará a demasiado conocido, a compasión de locutor nocturno atendiendo la llamada de un suicida. No me castigues con un cántico de la vida. Sólo quiero pasear con un desconocido en mi última noche. No es mucho pedir ¿verdad?
No, no era mucho pedir. Quién era yo para salvarla. Pero me acuciaba una pregunta: ¿por qué me había elegido? Precisamente porque, para ella, no era nadie, porque era el representante de la vida, un cualquiera, alguien feliz de existir a pesar de los pesares, un optimista indomable capacitado para maquillar su colección de miserias con los tintes de la felicidad. "



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