El entierro de Genarín (fragmento)Julio Llamazares
El entierro de Genarín (fragmento)

"Ya la comitiva está junto al lugar de la muerte de su santo. La procesión se alarga con un temblor en cada corazón y un brillo misterioso en cada botella. Corre el orujo en medio de un sepulcral silencio. Los procesionantes elevan sus ojos hacia el cielo, levantan los brazos, se dan sonoros golpes de pecho. Acaban de doblar la curva de la carretera y, a cien metros, a la luz de una farola, avistan ya el lugar fatídico, el punto exacto y trágico de la rememoranza. Y, como una oración dormida, se eleva espontáneamente hacia el cielo otra saeta:
¡Gloria a la flauta de San Bartolo,
que a las mujeres hace disfrutar!
¡Que por un agujero solo
echa más leche que un semental!
Cuando la saeta concluye, la procesión está ya en el centro de la carretera, formando un semicírculo expectante cara a la muralla. El silencio vuelve a caer como una lápida sobre todos los asistentes y los evangelistas, muy serios y cariacontecidos, avanzan unos pasos y, tras santiguarse con inigualable unción, se arrodillan frente al muro. Al instante, todos les imitan. Comienza el rezo de un padrenuestro y el canto de un credo macarrónico en el que se dilucidan a partes iguales los problemas teológicos y las alabanzas al orujo, las invocaciones al santo pellejero y al santo Nazareno. Ha llegado el momento cumbre de la ceremonia.
Ante la admiración general, el hermano colgador, que durante todo el año ha estado esperando y ensayando este momento, comienza a escalar las piedras de la muralla. El pulso de la ciudad entera, y aun del mundo, se detiene para verlo. Paso a paso, sin perder el equilibrio, el arriesgado apóstol llega hasta lo alto y allí, a cinco metros del suelo, deposita en una oquedad los sagrados alimentos para consuelo de Genarín: una botella de orujo, un pan, un queso y una naranja. Y una corona de laurel que ni siquiera los vientos del invierno arrastrarán. La hazaña del hermano colgador es rubricada por un aplauso general de todos los asistentes. Las botellas de orujo vuelan hacia lo alto. Los peregrinos caen en éxtasis, se golpean el pecho y rezan postrados en medio de la carretera. Alguno, incluso, cumple su promesa en agradecimiento a algún favor de San Genaro orinando donde él orinara.
Pero, otra vez, el silencio se impone para escuchar el romance de la Cuarta Estación, el más importante por cuanto en él se propaga cada año la vida del pellejero y se solventan los milagros sucedidos. Es la encíclica que uno de los evangelistas lee emocionado en representación de la Cofradía. Una encíclica que cada año se renueva. "



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