Bajo las ruedas (fragmento)Hermann Hesse
Bajo las ruedas (fragmento)

"Otras preocupaciones y otros acontecimientos distrajeron pronto el interés y la emoción despertada por el castigo de Heilner. Pocos días después cayó la primera nevada, a la que siguió una temperatura y un tiempo completamente invernal. Fue posible deslizarse en trineo por los declives del bosque y hacer bolas de nieve, y súbitamente se dieron todos cuenta de que estaban cercanas la Navidad y las vacaciones. Heilner seguía su existencia habitual. Recorría los pasillos con la cabeza alta y el semblante despectivo, no hablaba con nadie y escribía versos en una libreta con cubierta de hule negro y el sobrescrito «Cantos de un monje».
Las encinas, los chopos, los arbustos y las menudas praderas estaban cubiertas de escarcha y nieve helada que formaban imágenes de fantástica belleza. El frío hacía crujir el hielo en los estanques y el claustro semejaba un marmóreo jardín. Una emoción recorría todos los aposentos y la proximidad navideña ponía su resplandor y su júbilo hasta en los más reposados y comedidos profesores. Entre maestros y alumnos no había uno solo a quien le fuera indiferente la Navidad, y en aquellos días el correo era más profuso que nunca. Las cartas del hogar estaban llenas de bellas insinuaciones y frases cargadas de buenos presagios. Unas preguntaban qué era lo que más deseaba el querido seminarista, otras daban cuenta de los preparativos que estaban haciendo para su llegada, de las golosinas que les aguardaban o lo amorosamente que les esperaban los seres queridos.
Antes de partir de vacaciones, a toda la promoción y especialmente a los del aposento «Helade», les fue dado vivir un alegre suceso. Se decidió invitar a todo el Cuerpo de preceptores a una fiesta de Navidad que debía tener lugar en «Helade», por ser el mayor aposento de todos. Una alocución, dos declamaciones, un solo de flauta y un dúo de violín componían todo el programa. Pero a última hora alguien hizo notar que faltaba un número humorístico. Se meditó largamente, se aceptaron y se rechazaron sugerencias y se celebraron largos y misteriosos conciliábulos sin lograrse una unanimidad completa. El tiempo se echaba encima, cuando Karl Hamel propuso un solo de violín por Emil Lucius. La propuesta fue aceptada de completo acuerdo, porque a nadie le cupo la menor duda de que Lucius y su violín era lo más grotesco que podía hallarse en todo el Seminario. Con ruegos, promesas y amenazas se logró que el desdichado músico aceptara su parte en el programa. Y a la afectuosa invitación a los profesores y la reseña de los demás números, se añadió especialmente: «Noche de Paz». «Interpretada por Emil Lucius, virtuoso de cámara». Este último título tuvo que agradecerlo a sus diarios y repetidos ejercicios en la sala de estudio.
El éforo, los profesores, el vigilante, el maestro de música y el fámulo mayor fueron invitados a la fiesta. El maestro de música no pudo evitar un sudor frío cuando apareció Lucius, repeinado y pulido, con su andar menudo y su sonrisa casi humilde. Su sola apariencia representaba ya una invitación al regocijo. La canción «Noche de Paz» se transformó bajo sus dedos torpes en una queja conmovedora, en un emocionante y melancólico canto de dolor; comenzó dos veces, rompió y deshizo la melodía, trató inútilmente de llevar el compás con el pie y trabajó y sudó como leñador durante el invierno. "



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