El esperado (fragmento)José María Guelbenzu
El esperado (fragmento)

"No podía dejar de darle vueltas en la cabeza a su tan enigmático como ya feroz encierro en sí mismo. Por más que repasaba los acontecimientos de aquel día y de los inmediatos anteriores, ningún motivo me parecía causa suficiente como para haberle hecho amanecer de no muy buen talante y haberlo precipitado después en tan tensa contención. Hasta que a fuerza de estrujarme los sesos, algo sin sentido aparente, una minucia por otra parte, comenzó a destellar rítmicamente en mi cerebro. Era, como digo, una futesa: al término de la comida, justo antes de la siesta, mientras los Mayor tomaban café, doña Mariana, ante un movimiento de Jaime, que se sentaba a su lado, se apartó levemente de él al tiempo que le decía: «Ay, hijo, no sé qué te pasa que llevas todo el día hecho un incordio». Jaime se irguió como tocado por un resorte, con una expresión de estupor e incredulidad en su rostro. Acto seguido, la voz de Arturo Mayor apostilló: «Jaime, ¡que ya eres mayor para estar tan pegajoso».
Entonces recordé el rostro de Jaime; tenía las mandíbulas y el cuello tensos; miró alternativamente a uno y a otro; a su padre con verdadero furor, a la madre casi suplicante. Ella le acarició cariñosamente la barbilla –aunque el gesto me pareció mecánico– y le dijo: «Anda, ve a echarte la siesta o –se volvió hacia mí– a dar una vuelta con León, hijo».
En otras ocasiones había presenciado estos ejercicios de preferencia ostensible hacia la madre y desdeño al padre que, naturalmente, no pasaban de mostrarse más que como gestos para un observador atento, pues tengo por seguro que si Jaime hubiera intentado llegar a más en la manifestación de su desprecio al padre, Arturo Mayor le habría sacudido tal bofetada que hubiera dado al traste incluso con mis vacaciones, pues era hombre que cuando marcaba una linde, ay del que se atreviera a traspasarla. De tal manera que no me parecía singularmente relevante la escena y, sin embargo, no dejaba de emitir su señal en mi cabeza. Al cabo de un rato, me concedí un descanso y miré hacia donde estaba Jaime. Yacía boca arriba y pude ver que respiraba con fuerza. Súbitamente apartó la ropa de un manotazo, saltó de la cama, pasó ante mí sin mirarme, tomó la puerta y se alejó por el pasillo. Mi sobresalto duró lo que tardé en escuchar abrir y cerrarse la puerta del cuarto de baño.
Imaginé cómo estaría echando las tripas por la boca sobre la taza del retrete. A fin de cuentas era lo mejor que podía sucederle dada su crispación. Cierta ternura me invadió el ánimo, sobre todo por lo desamparado que es salir en la noche a vomitar bajo la desangelada luz de un baño, el tacto frío de los azulejos mientras te arden las sienes y la triste tarea de recoger los agrios restos del escopetazo.
Alcé la almohada y estuve esperándolo. Tardó lo suyo. Traía la cara pálida y, pese a que debió de lavarse varias veces con agua fría, señales inequívocas de haber llorado. Apenas le miré para no perturbarlo, y traté de que mi silencio no resultase agobiante o tenso sino amistoso, como si en realidad estuviera intentando volver cálida y relajada la atmósfera del cuarto. Entró en la cama, dejó los brazos fuera, sobre la colcha, y se acomodó boca arriba. Respiraba pausada y regularmente, como quien se ha quitado un peso de encima. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com