Jerjes, rey de los persas (fragmento)Louis Couperus
Jerjes, rey de los persas (fragmento)

"Jerjes había acampado aquella noche con los Inmortales en la cima del monte. Ahí, entre los magos, el Rey de reyes hizo por la mañana las libaciones de rigor al sol. Los gestos que hacía con el ánfora y la copa impresionaban. Jerjes sabía realizar tales ceremonias con solemnidad. Concluida la ceremonia, los persas descendieron del monte, decenas de miles de ellos, y cercaron las Termópilas formando un amplio círculo a su alrededor. Los comandaba Epialtes, el traidor. Los suboficiales, empuñando sus látigos, acuciaban a los soldados que descendían por las rocas. Hasta aquel momento el muro reforzado del desfiladero había protegido a los lacedemonios, pero ante el ataque de los persas que venían de todas partes, Leónidas y los suyos se vieron forzados a retirarse hacia la parte más ancha del desfiladero. Ahí se quedaron esperando a los persas, con la muerte ante los ojos y sin embargo serenos, el pensamiento puesto en su empresa y en la fama que les depararía el futuro. Habían decidido vender sus vidas y el angosto paso a Lokris lo más caro posible. Y con sus largas lanzas y anchas espadas, aquellos locos sublimes arremetieron contra los persas...
Aguijados por los látigos de los suboficiales que los obligaban a avanzar, los primeros persas sucumbieron al ataque de los griegos. Combatiendo se precipitaron en el mar. Cayeron aplastados bajo los pies de los hombres que bajaban por las rocas detrás de ellos. Cayeron hasta que las largas lanzas griegas se partieron y las cortas espadas griegas se rompieron contra los escudos persas. Cada vez eran más numerosos los soldados persas que bajaban por las rocas. Eran como un refulgente aluvión de miles de soles. Leónidas luchó como una fiera. Le rodearon las lanzas persas, una nube de largas y afiladas agujas. De repente reparó en la presencia de Epialtes a lo lejos y lo reconoció. Y entonces..., entonces Leónidas vio al propio Jerjes en medio de sus resplandecientes suboficiales y sus Inmortales. Y la ira de Leónidas creció hasta tal extremo que olvidó que su casco estaba perforado, que le sangraba la cabeza y que la sangre le cubría todo el cuerpo como consecuencia de las graves heridas infligidas por las espadas y las lanzas. Blandiendo la espada en medio de sus hombres más fieles, se fue abriendo camino en dirección al rey persa. Sus ojos azules echaban chispas. Epialtes se apartó, pero Jerjes quedó tan sorprendido por la violenta acometida del rey de Esparta, al que había ordenado capturar ya diez veces, que se quedó inmóvil, perplejo. Estaba flanqueado por sus dos hermanos menores, Abrocomas e Hiperantes, hijos de Darío. Y, de repente, Jerjes vio a ambos príncipes, que sólo estaban a un paso de él, peleando en combate singular contra los lacedemonios en medio de fuertes gritos. Los Inmortales cayeron, ambos príncipes cayeron. Entonces se acercó el mismísimo Leónidas, un pie sobre el cuerpo de Abrocomas. Y Jerjes, como petrificado por ver acontecer lo imposible, no era capaz de defenderse, estaba perplejo, no podía creer que sus dos hermanos yacieran en el suelo, justo delante de él, pisoteados por esos locos, por esos enajenados. En aquel momento Leónidas estaba ya muy cerca de Jerjes. Leónidas ya no tenía lanza, partida como estaba; ya no tenía espada, rota como estaba. Y, a pesar de ello, ensangrentado de los pies a la cabeza, con las manos en alto y los puños apretados, embistió a Jerjes... Y le arrebató su tiara. Y se la lanzó a la cara. Jerjes gritaba de dolor e indignación. Los Inmortales le rodearon con una barrera de espadas, pero los lacedemonios rodearon a Leónidas, que se tambaleó, empapado de sangre. Y éstos se retiraron llevándose a su rey agonizante, a pesar de estar rodeados por los persas. La masa de combatientes se desplazó cuatro veces de un lado a otro por el desfiladero. Cuatro veces dio la impresión de que los griegos iban a vencer a los persas a la vista del dolor y la desesperación de Jerjes, que estaba junto a los cuerpos de sus hermanos con los puños en alto. Pero Epialtes se fue aproximando con nuevas tropas más numerosas. Éstas bajaron en bandadas por las rocas. Los tebanos, que no eran de fiar, se rindieron gritando que ellos eran partidarios de Persia, que siempre lo habían sido... Mientras tanto los lacedemonios y los tespienses, muy juntos, entre ellos el agonizante Leónidas, ganaron el monte junto al paso por el que habían entrado, detrás del muro conquistado que había dejado de protegerles ahora que los enemigos se acercaban en bandadas por todas partes. Y se abrieron paso, luchando con las pocas espadas que les quedaban y sobre todo con las manos y los dientes, despedazando al enemigo. Hasta que una multitud de escudos persas cayeron ruidosamente sobre los griegos y los sepultaron. Las lanzas persas atravesaron todo cuerpo que asomase bajo los escudos sonoros. Las espadas persas cercenaron toda cabeza que asomase bajo los escudos letales.
El camino a Delfos, a Atenas, estaba libre...
Jerjes se avergonzaba de sus pérdidas. Envió un emisario a su flota, que estaba fondeada entre el cabo Artemisio e Histiaca, e invitó a las tropas de su armada a que acudieran a ver el campo de batalla de las Termópilas, que tan glorioso había sido para los persas. Los comandantes de la flota y los marineros acudieron a ver el espectáculo. Hallaron unos mil persas caídos y les rindieron los últimos honores. Los otros miles de hombres caídos nos los vieron, pues Jerjes había ordenado arrojar sus cuerpos a toda prisa por los barrancos y cubrirlos con tierra y hojarasca. Lo que sí vieron las tropas de la armada fueron los miles de caídos griegos cuyos cuerpos Jerjes había hecho amontonar en aquel mismo lugar con gran efectismo dramático.
Pero el ardid del rey no engañó a nadie. Los comandantes y marineros regresaron al día siguiente a la flota. Habían oído y comprendido. Sus sonrisas y sus cuchicheos revelaban que habían comprendido. "



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