Las honradas (fragmento)Miguel de Carrión
Las honradas (fragmento)

"La secreta tirantez entre mi marido y yo se agravaba, a causa de la forzada intimidad de los días de ocio. Muchas veces, durante las bochornosas horas de la siesta, podía seguir paso a paso en el semblante de Joaquín el desarrollo de la lucha que sostenía ordinariamente consigo mismo. Mi presencia irritaba sus deseos, con la misma intensidad de los primeros días, y su orgullo le ordenaba reprimirlos, ya que yo no los compartía. De ese modo transcurrían horas enteras.
Me miraba de reojo, casi rencorosamente, y su piel se estremecía; pero apretaba los dientes, y, observándolo con disimulo, podía distinguir con claridad la contracción de los músculos que oprimían una contra otra sus quijadas. Con frecuencia la tentación lo arrastraba y me hacía una caricia, que parecía fundir como por encanto todos sus rencores. El deseo era entonces más fuerte que la voluntad, y casi siempre acababa apelando a la misma fórmula. Me miraba largamente, con una expresión suplicante que significaba: «Ya ves, no puedo resistir más» y me decía, un poco avergonzado, mientras en sus pupilas, detrás de los cristales de sus lentes, brillaba aquella lucecita movible que yo conocía tan bien:
—¿Nena, cierra esa ventana, quieres?
Jamás me resistí ni dejé que mi semblante expresara el menor signo de contrariedad o de fastidio. Cerraba, sonriendo con mi más dulce sonrisa, y algunos minutos más tarde devoraba él su despecho y yo la pena de no haber podido complacerle enteramente, sin atrevernos a confesar lo que sentíamos.
Algunas veces, en sus momentos de mayor sosiego, hablaba él del amor y de las personas que han nacido para «comprenderse», oponiéndolas a otras que «jamás se comprenderían». Entonces se manifestaba fatalista y con inclinaciones hacia el pesimismo. Me parecía que sus frases envolvían alusiones y hasta recriminaciones encubiertas, que me lastimaban por su injusticia. Su carácter, por lo general tan dulce, se agriaba y se volvía caprichoso y a veces un poco duro. Una vez dijo, refiriéndose a su constante obsesión de las relaciones entre hombres y mujeres:
—Las mujeres tienen casi siempre un concepto equivocado de lo que nosotros queremos. Creen que les basta ser bonitas y hermosas para cautivarnos, y no están en lo cierto. Un hombre de espíritu un poco refinado —los demás, claro está que no se cuentan— prefiere mil veces una fea que se entrega con toda el alma, a una belleza que se ofrece sólo como una estatua.
Temió, sin duda, haber dicho más de lo conveniente y guardó silencio de pronto, mordiéndose los labios. Estábamos en la mesa. Georgina, sorprendida por el singular acento con que fueron pronunciadas aquellas palabras, levantó la vista del plato, y en vez de mirar a su hermano me miró a mí con tal expresión de inteligencia, que la sangre se agolpó a mis mejillas, como si hubiese recibido un ultraje de los dos por primera vez el odio de familia a familia, que late oculto en el seno de todos los matrimonios, lanzó a mi cerebro, agitado por el enojo, una idea ofensiva para mi marido. Pensé, con un sarcasmo que a mí misma me asombro después: «Sin duda estaría más satisfecho si yo fuera como su hermana». Y este pensamiento vengador me produjo momentáneamente tal alivio, que durante algunos segundos saboreé a solas mi victoria. El almuerzo terminó entre el malestar de todos. Apenas acabado, Joaquín tomó un libro y fue a sentarse en su sillón favorito frente a la ventana de su cuarto.
Poco a poco me fui calmando, aunque tenía el firme propósito de no dejar pasar aquel día sin tener con mi marido una explicación categórica. Joaquín estaba, desde por la mañana, de mal humor y como inquieto. Yo, impaciente. "



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