El fulgor y la sangre (fragmento)Ignacio Aldecoa
El fulgor y la sangre (fragmento)

"Ernesta cantaba tenuemente una vieja copla. Le hubiera gustado poder dar su canto en alto, pero temía que alguien estuviera durmiendo la siesta. Podía salir malhumorada María a decirle que hiciera el favor de callar, que no alborotase, que las canciones estaban bien por la mañana, para acompañar las labores domésticas, pero que a la tarde todo el mundo —«todo el mundo, ¿me entiendes, Ernesta?»— tiene necesidad de un rato de reposo. Cantaba tenuemente mientras recortaba de un periódico ilustrado unas figuras que pensaba dar a los chiquillos de Felisa en cuanto les echara la vista encima. Algunas veces ayudaba a los hijos de Felisa a pegar recortes de periódicos en viejos cuadros. A los chicos les gustaba pegar santos y ver santos. Les llamaban santos a los recortes, y a veces los transformaban añadiéndoles unos bigotes o unas barbas.
La voz de Felisa llamando a María la sorprendió. «¿Qué pasará? ¿Para qué llamará Felisa a estas horas a María?». Deseaba salir a preguntarlo. No se resistiría. En cuanto María la viera, ya estaba, le iba a decir lo de siempre: «Ernesta, pareces una chiquilla, tienes más curiosidad que un crío de esos metomentodo». Siguió recortando las figuras, sin cantar, atenta a la posible conversación en el patio. Prestó mucha atención. Oyó bajar de prisa a María. Escuchó el rechinar de la gravilla, que marcaba una especie de aceras en el patio. La gravilla echada con idea de que en el invierno, al ir de un lado a otro, no se embarrasen los habitantes del castillo. Olvidó, por fin, a María y a Felisa. Su preocupación era un perfil de futbolista en aquellos momentos. "



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