La sierva ajena (fragmento) "Es verdad que nadie, en su entero juicio, podría concebir el buen nombre de Tata arrastrado por los caprichos de un solo varón; pero también es verdad que las mujeres, como lo observa Walter Pater citado por Moore, aun las triunfales y luminosas, tienen algo de satélite. La luna, tenue y perentoria, brilla por la luz de un sol que no vemos; de igual modo, la considerable Tatá conquistó su lugar de privilegio, se afirmó en él, porque la fama la ha vinculado a un hombre extraordinario, Celestin Bordenave, el sabio, el don Juan, el explorador, el clubman, que ha paseado su prestigio por las comarcas más extrañas del globo. El amor de estos dos titanes —un asunto bastante sórdido, por otra parte— ocurrió por el año treinta, pero el renombre de Tatá no declinó con el tiempo; por el contrario, se diría que reverdeció y aumentó el influjo de cada una de las aventuras del lejano Bordenave. Hace poco —pero los días vuelan y quizá pasaron años— lo vimos partir, en un noticiero Pathé, acosado de periodistas, de fotógrafos y de señoritas con álbum, a la región de los jíbaros. También lo vi en una ilustración en colores: era un apuesto hombre de un metro ochenta, en quien la blancura de la ondeada cabellera, en violento contraste con el rojo, un poco feroz, de la piel, enfatizaba, por así decirlo, la vitalidad. Ahora regresaba, portado por un colega belga, limitado a una cabeza desprovista de cuerpo, momificada, reducida al tamaño de un puño. Tatá se desplomó. La retiraron a cámaras privadas. Ojalá que haya perdido el conocimiento antes de que resonara mi grito de «¡Vergüenza!» y la risita del mozalbete de turno, risita particularmente aleve si consideramos que el individuo había ensayado los primeros picotazos (hablo por metáforas) en la blanca mano de nuestra amiga. La falta de sensibilidad me aterra. ¿Saben cuáles fueron las palabras de Keller, cuando retiraron a la vieja y restablecieron, siquiera en parte, el orden? Tranquilamente preguntó a Wauteurs: —Los jíbaros ¿matan siempre a la víctima? —Claro que sí —contestó el belga. —Pues me consta que los pigmeos del África —afirmó Keller, que es uno de tantos derrotistas, que no creen en América y se embelesan con todo lo que viene de afuera— logran sus reducciones sobre el cuerpo entero y, lo que es fundamental, no matan. Muy pronto empezó a contarnos la historia de Rafael Urbina. Una pariente pobre, hablando en voz baja y estrujando un pañuelo con ademanes aparatoso, nos rogó que disculpáramos a Tatá. Entendimos que nos echaban. Partimos al Tropezón, a comer un puchero tibio, mientras Keller hablaba prolijamente. He aquí, en lo esencial, la terrible historia que nos refirió: —No faltan ejemplos —dijo— de hombres que obedecieron a una vocación profunda, a un destino indudable, pero que en algún momento de la juventud enderezaron por caminos incongruentes. ¿Quién imagina a Keats como boticario, a Maupassant como empleado de ministerio, a Urbina como escribano? —Yo ni siquiera imaginé que Urbina hubiera necesitado nunca ganarse la vida —respondí. Keller continuó: —La plata (la herencia de un tío rico y olvidado, llamado Joaquín) le llegó con el amor. La idea que tenemos de Urbina es la de un hombre de medios, que vive retraídamente en un lugar mundano, un solitario entre el bullicio, un poeta de producción escasa. " epdlp.com |