San Jorge y el dragón Endimión (fragmento) "Blumenbach no era, ciertamente, ningún poeta; pero la fiebre contagiosa se le subía a la cabeza, excitando en él mil deseos. Al mismo tiempo, recordaba haber visto algunas veces a Nelly asomada a la ventana, por las noches, contemplando con ojos ansiosos la ciudad dormida. «Si yo tuviera una hija de su edad, o una esposa —pensaba—, no las traería al Oriente. Un afecto, una pasión amorosa, podrían adquirir aquí proporciones inauditas». En la casa de la izquierda habita una desconocida vieja inglesa que una vez llegó a enamorarse de un beduino, porque también fue contaminada por la fiebre. La vieja se prendó tan ciegamente, que, despreciando la mofa general, pactó con él esta especie de matrimonio: que cuando el beduino viniera a la ciudad y visitara a la vieja chocha, recibiría diez luises de oro por cada visita. Las mujeres eran, indudablemente, tan sensibles al contagio de la fiebre oriental como los hombres. No le sorprendería a Blumenbach que Nelly comenzara a fantasear y las humoradas del viejo Harven se transformaran un día en canciones eróticas. Mientras Blumenbach trataba de calmar su ardorosa imaginación, y de esa manera concentrar sus pensamientos, acertó a pasar por delante de una puerta baja, que estaba abierta, dando entrada a un patio, dentro del cual flameaba una gran hoguera de ramajes, y, en círculo, en torno del fuego, se sentaba un coro de diez bailarinas chupando cañas de azúcar y narrando leyendas. «Érase una vez un sultán…», comenzó la más vieja con voz sonora. En el umbral de la puerta estaba la más joven de ellas con un cigarrillo apagado entre los labios. Su vestido era más ligero que tupido. Usaba una túnica rayada roja y blanca, y alrededor del cuello, un collar de pequeñas y temblorosas monedas de oro. Eso era todo. Su rostro, joven y hermoso, era de color broncíneo. Sus brazos, gráciles y bien formados; como también sus lindos y pequeños pies. Era toda ella tan perfecta como una hermosa estatuilla de terracota. Un poco más arriba del tobillo, casi a media pierna, relucía un aro liso de plata, y un anillo de oro en la aleta izquierda de su nariz. Cuando vio que Blumenbach llevaba un cigarrillo encendido entre sus labios, se aproximó a él con una suave elegancia de movimientos, irguiéndose sobre la punta de los pies para encender el suyo. Había un aparente candor en todos sus modales; pero en el momento en que vio encendido su cigarrillo, murmuró con acento cariñoso: —Ya habibi! (¡Amado mío!). Blumenbach contestó con un gesto complaciente; pero, haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad, apresuró el paso y continuó su camino. El Oriente había mostrado esta noche su sonrisa más cautivadora para seducirle, justamente en el momento en que él marchaba a conquistarlo. La hermosa figura de la bailarina se había fijado en sus pensamientos, y le parecía tanto más seductora cuanto más se alejaba de ella. Pero él estaba decidido a no apartarse de una determinación una vez tomada. Con firmes pasos penetró en la casa del cadí, y seguidamente fue introducido en la habitación del enfermo. Estaba completamente desprovista de muebles. Sobre una alfombra, en medio del cuarto, yacía el cadí, débilmente alumbrado por una mortecina lámpara de aceite. Parecía una voluminosa reencarnación de Solimán, tan redondo y tan grande parecía. Por entre un enorme montón de telas sobresalía una cabeza risible, afeitada, con dos ojos penetrantes, de gavilán, y una boca desdentada. —¿En qué consisten vuestros dolores, efendi? —le preguntó Blumenbach. Unos diez o doce criados, la mayor parte negros, se habían reunido en torno del lecho del enfermo. Y murmuraron todos a la vez: —¡Ah! ¡Ah! Efendi siente terribles dolores de estómago. —Permitidme que os mire —dijo Blumenbach, inclinándose. Los criados comenzaron a desnudar al cadí Jussuf efendi, que estaba envuelto en una multitud de ropas para conseguir que sudara. Le quitaron primeramente una pelliza, después un kumbaz negro, siguió un kaftán azul celeste, luego otro de color amarillo a rayas y, por último, una chaqueta de terciopelo violeta y un cojín que le habían puesto sobre el estómago. Solimán, el craso, se había transformado en dos minutos en un viejo delgado, arrugado y encogido que yacía allí, tumbado en una alfombra, en ropas menores, ofreciendo un aspecto al mismo tiempo doloroso y ridículo. Blumenbach hizo un movimiento típicamente médico con sus brazos, de modo que los puños blancos de la camisa resbalaron un poco por debajo de las mangas de su chaqueta. Seguidamente se arrodilló en el suelo, comenzando a examinar el vientre del cadí. " epdlp.com |