La vocación suspendida (fragmento) "Cuando la anciana anticuaría se ha retirado —a pedido de La Montagne, le deja una dirección de tienda que resultará falsa— el tutor lleva a su pupilo a la sala de las estatuas para arrancarle confesiones. Pero apenas han entrado, La Montagne advierte huellas de robo: una de sus más bellas piezas antiguas —un Eros en cuclillas— de tamaño mediano, ha sido robado. Por la prisa, los ladrones han arrancado el lienzo que, desde hacía mucho, cubría un grupo de estatuas policromadas de tamaño natural que La Montagne había adquirido por pura curiosidad y de las que ignora el significado; y he aquí que se da cuenta de que las pequeñas estatuas que acaba de rechazar no eran más que la réplica de las que él poseía, y casi sin saberlo. Extraño espectáculo: en medio de ese grupo de estatuas, entre las que figuran originales y vaciados de la antigüedad y el Renacimiento —dioses adolescentes y efebos— se encontraba, insospechada, esa señora sentada y rica, pero singularmente ataviada que, con la cara oculta entre las manos, llora delante de dos figuras, muchacho y muchacha, en medio de ese pueblo mudo y petrificado. “Es la señora de la Salette —dice el joven del Dauphiné— con Mélanie y Maximin.” “¿Qué significa eso?”, pregunta La Montagne, estupefacto ante ese extraño contubernio de robo y piedad popular. El niño admite al fin su complicidad con el hurto y mezcla con sus confesiones recuerdos de su región: todo lo que su tía, la dueña de la mercería, le había contado de la aparición de la Salette adonde lo llevó después de su primera comunión, se lo relata confusamente a su tutor. La Montagne pone mucho menos interés en denunciar a la vieja anticuaría que en contar a todos sus amigos la extraña coincidencia: sin la presencia del joven aprendiz, no hubiera habido robo y sin ese robo —el rapto del Eros en cuclillas— no hubiera habido identificación de la Señora que llora. Desconociéndolo todo respecto a la Salette, decide ir con el joven del Dauphiné. Ahí, verá al fin los originales del grupo de estatuas del que ha sido propietario desde hace mucho; el Padre hostelero de ese Santuario le hace visitar las diferentes estaciones del itinerario en zig-zag de la Dama. Regresa convencido de haber sido tocado por un Signo. Y es ese signo, a medida que lo descifra, el que provoca en él esa conmoción en su vida hasta el grado de transformar su aspecto exterior. Ahora se corta el pelo al ras, se viste casi con banalidad y sin ningún rebuscamiento. También su actividad va a cambiar. Quiere crear cooperativas en beneficio de la Devoción y, de paso, se interesa en los negocios. Divide también su casa en dos tipos de alojamiento, reservando una parte a los encargados de realizar las obras y la otra, formada por las salas altas, a sus retiros y a su recogimiento. En efecto, a partir de ese cambio, la vida de La Montagne se desdobla: sus tareas pedagógicas, los “movimientos de juventud”, las obras de reeducación, todo eso le parece muerto por completo; es en el momento en que parece más empecinado en la monotonía de los negocios cuando se consagra ahora a casos de jóvenes desorientados: o sea, con ocasión de encuentros en los que él querrá que el carácter fortuito sea un signo de la Providencia. Y entonces ejerce su apostolado: los jóvenes y los hombres con los que se relaciona se convierten en sus catecúmenos o sus enemigos. Su ardor de proselitista no tiene más rival que el de la curiosidad que lo lleva hacia esas jóvenes almas atareadas en desperdiciarse. De donde, ahora también, su devoción cada vez más sedienta de otras apariciones marianas de nuestra época entre las que la de la Salette sigue siendo la revelación crucial por haberlo vuelto contra sí mismo. La discontinuidad provocada por la naturaleza misma de su conversión marca desde entonces su carácter y libera en él fuerzas que, hasta ese momento, parecían dormitar en la contemplación de las bellezas del cuerpo humano, inmovilizadas por la muerte de la piedra. " epdlp.com |