Flor de mayo (fragmento)Vicente Blasco Ibáñez
Flor de mayo (fragmento)

"El sol llegaba a su mayor altura. Brillaban las aguas, burbujeando bajo un resplandor de incendio; se caldeaba la atmósfera como si hubiese llegado ya el verano, y en la cubierta de la Garbosa ardían las viejas tablas, crepitando con ruido de leña vieja.
La comida estaba a punto, y patrón y marineros se sentaron al pie del mástil, a la sombra de la vela, hundiendo todos su cuchara en el mismo plato.
Estaban despechugados, sudorosos, anonadados por la calma bochornosa. Rodaba sin cesar el porrón de mano en mano para refrescar las secas fauces, y algunos miraban con envidia las aves de mar que revoloteaban a ras del agua, como si temiesen cruzar la atmósfera caliginosa.
Al terminar la comida, los marineros entornaron los ojos y se movieron perezosamente, como si estuvieran borrachos, más de sol que de vino.
Iban a dormir en la «zorra» de aquel carro viejo, y uno tras otro se deslizaron en la cala de la barca, tumbándose sobre las maderas, que rezumaban y se quejaban al menor vaivén.
Pasó la tarde y la noche sin ningún incidente. Al amanecer refrescó el viento, y la Garbosa, como un caballo viejo de buena casta que siente la espuela, empezó a encabritarse, cabeceando sobre las olas.
Al mediodía se marcaron en el límite del mar algunas manchas de humo, y poco después, todos los tripulantes de la Garbosa vieron salir pausadamente por detrás de la verde faja del horizonte mástiles iguales a campanarios, con plataformas enormes; torres de fortaleza; castillos flotantes pintados de blanco; toda una ciudad cargada de miles de hombres que avanzaba envuelta en humo, trazando caprichosas evoluciones, formando una sola pieza o disgregándose hasta ocupar todo el horizonte: rebaño de leviatanes que conmovía las aguas, agitándolas con sus ocultas aletas.
Era la escuadra francesa del Mediterráneo que navegaba haciendo evoluciones. Ya se aproximaban a Argel. Todos la contemplaron con asombro y temor. ¡Recristo, y qué cosas tan grandes hacen los hombres! El más pequeño de tales barcos, un cañonero blanco que empavesado de banderas y bolas negras iba por entre los grandes navíos haciendo señales como un cabo que vigila una formación, no necesitaba más que rozar la barca para convertirla en sémola. Y no se diga nada de las vigas negras y redondas que asomaban por las aberturas de las torres. ¿Adónde irían a parar ellos si a los tales animalotes se les ocurría estornudar?…
Los contrabandistas contemplaban la escuadra con la inquietud y el respeto del raterillo que viese desfilar un tercio de la Guardia civil.
Se alejaron los acorazados, borrándose al poco rato en el horizonte, sin dejar más rastro que algunas nubecillas flotantes, absorbidas por el inmenso azul.
A media tarde empezó a marcarse vagamente una sombra que parecía el lomo arqueado de un cetáceo. Ya tenían la tierra a la vista. Tonet recordaba aquello; era el centinela avanzado de la costa, el cabo de la Mala Dona. A babor estaba Argel.
La brisa refrescaba cada vez más; la vela, hinchada, describía una atrevida curva sobre el inclinado mástil; la proa se hundía y se levantaba saludando gentilmente el hervor del agua partida, que la cubría de espumarajos, y toda la Garbosa, crujiente y trepidante, avanzaba veloz, como esas bestias débiles que hacen un esfuerzo al presentir la cuadra y el descanso. "



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