Los Once (fragmento)Pierre Michon
Los Once (fragmento)

"Es algo exorbitante, caballero: quien no ha conocido algo así no sabe lo que es el placer de vivir. No tiene la menor idea de qué es un reinado, es decir, la merced de tener a disposición de uno y bajo su dependencia no imaginaciones o fantasmas, o, lo que viene a ser lo mismo, cuerpos de esclavos forzados, como nos pasa a todos, sino almas vivas en cuerpos vivos, una merced, en verdad, conseguida sin violencia alguna, sin esfuerzo ni dificultad, por la sola virtud del Espíritu Santo o por la virtud más maquínica de uno de esos diktats celestiales que aquella época idolatraba, la gravitación universal, la caída de los graves… Sí, todo eso, de conformidad con un decreto que el Altísimo, o el Gran Arquitecto, había adecuado especialmente para uso suyo, todo, Suzanne, Juliette, los latidos de sus corazones, sus manos, sus vestidos, y todos los objetos incluidos entre sus dos corazones, sus manos y sus vestidos, el mundo entero, pues, caía hacia él, era suyo.
¡Francoizélie!
Así lo llamaban, y así es como lo llaman según bajan corriendo la breve escalinata. Todavía son ricas, todo el dinero del viejo no se lo ha tragado aún la desafortunada tarea literaria, la zanganería poética de Francois Corentin de la Marche; sus barcos van y vienen y hay frutos en sus viñas; y tiene que notarse, así que llevan tontillos muy abultados y quizá incluso —al menos la joven, Suzanne— uno de esos vestidos de faya a los que llamaban chillones por el ruido que hacían cuando un par de piernas se estiraban dentro de ellos: un chillón de color de oro que se despliega en pos de él, se le viene encima, lo llama tesoro suyo mientras, cruzando gladiolos y rosas abiertas, va a carrera tendida por el jardín hacia el canal. Es el corazón del verano, es la felicidad: dos corazones amedrentados en unas faldas de faya que giran alrededor de uno en un ballet tan riguroso como la mecánica celestial, que le ruegan a uno que no se aparte de ellas. Y es quizá ahí, en julio, con gritos de mujeres y gladiolos, donde puedo colocar el marco de una de esas anécdotas que todos sabemos, que aparecen en todas las biografías escritas de Corentin, las amables y las serias, tanto en los recordatorios que se miran sobre la marcha en el Louvre cuanto en los estudios eruditos, y que también podrían encajar en ese puñado de pintores que el gentío eligió a saber por qué y se metieron de un brinco en la leyenda mientras los demás se quedaban en la orilla, pintores sin más; y ellos son más que pintores, Giotto, Leonardo, Rembrandt, Corentin, Goya, Vincent Van Gogh; parecen más que pintores, son más de lo que fueron. Así que es quizá ese día, cuando el niño, bajando a zancadas la cuesta del jardín, deja atrás los bojes, cruza a todo correr el camino de sirga y el impulso lo lleva hasta la parte de arriba del terraplén, donde se para en seco, porque lo que hay debajo es el agua, debería ser el agua: pero hoy, con todas las compuertas abiertas y todos los cuencos de las esclusas sin pernos, el canal está en seco desde Chécy hasta Saint-Jean. Se ha ido el agua, se ha muerto el agua. Y, en el barro del canal, en las arenas empapadas del Loira, unos caballos con carretas y batallones de lemosines con cuévanos acarrean barro hacia la orilla: porque resulta que los canales, esas amplias extensiones de agua tranquila, se van atascando poco a poco y hay que mondarlos de vez en cuando. De ahí se alza, bajo julio, un olor a hervor de vida y a carpa pasada que es el olor de la muerte. "



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