Colas Breugnon (fragmento)Romain Rolland
Colas Breugnon (fragmento)

"Mientras pudo verse la torre de San Martín, estos buenos seño­res mantuvieron un aire comedido. Pero, apenas estuvieron fuera de los ojos de la ciudad, todas las frentes se aclararon y los espíri­tus se pusieron en mangas de camisa como yo. Primero intercam­biamos unas cuantas palabras picantes. Es la manera de abrir el apetito entre nosotros. Luego cantó uno y después otro;-creo, Dios me perdone, que fue el alcalde en persona el que cantó la canción. Yo toqué mi flautín. Y los demás me imitaron. Y abrién­dose paso entre el concierto de las voces y de los oboes, la voceci­ta fina de mi Glodie subía, revoloteaba y piaba, piaba como un gorrión.
No íbamos muy rápido. En las subidas las jacas se detenían, ja­deaban, pedorreaban. Para continuar el camino esperábamos que terminaran de exhalar su música. En la colina de Boychault, nues­tro escribano, maese Pierre Delavau, nos hizo desviarnos (no po­díamos negárselo: era el único regente que no había pedido nada) para ir, de paso, a hacer un proyecto de testamento a la casa de un cliente. A todos les pareció bien; pero fue un poco largo; y Florimond, poniéndose en esto de acuerdo con el boticario, encontró tema para una recriminación. «Prefiero un racimo de uvas, aunque esté demasiado verde, para mí, que dos higos para ti.» Pierre Delavau no por eso se apresuró en terminar su asunto y el señor bo­ticario debió aceptar medio racimo y medio higo.
Y por fin llegamos (siempre se termina por llegar), como la ostaza después de la comida. Las aves abandonaban la mesa cuando entró el postre llevado por nuestras manos. Pero estuvieron dispuestos a empezar de nuevo: los pájaros siempre comen. Los señores del consejo, al acercarse al castillo, tuvieron cuidado de hacer una penúltima parada para vestir sus trajes de ceremonia, cuidadosamente plegados al abrigo del sol, sus bellas togas de ceremonia, cálidas a los ojos, rientes al corazón, de seda verde para el alcalde y de lana amarilla claro para sus cuatro acompañantes: parecían un pepino y cuatro calabazas. Entramos haciendo sonar estos instrumentos. Ante ese ruido, vimos asomar por las ven­tanas las cabezas de los lacayos ociosos. Nuestros cuatro vestidos­ de lana y el vestido-de-seda subieron la escalinata, y en la puerta dignaron mostrarse (no veía muy bien) sobre dos gorgueras dos atezas («por el collar se conoce al animal») rizadas, con cintas, como dos carneros. Nosotros, rascatripas y rascas nos quedamos en medio del patio. De manera que no pude oír, desde tan lejos, el bello discurso en latín que hizo nuestro notario. Pero me consolé: por­ creo que el único que lo escuchó fue maese Pierre. Por el contr­ario me cuidé de no perderme el espectáculo de mi pequeña Glodie ­subiendo con paso menudo los peldaños de la escalera, como María en la Presentación, y apretando contra su regazo, entre sus manecitas, la cesta con los bizcochos apilados que le llegaban al mentón. No perdió ni uno los cobijaba con los ojos y los brazos, la golosa, la pilla, la monina... ¡Dios, me la hubiera comido!
El encanto de la infancia es como una música; entra en los corazones más que la que ejecutamos. Los más duros se humanizan; volvemos a ser niños, olvidamos por un momento orgullo y rango. La señorita de Termes sonrió a mi Glodie, gentilmente, la besó, la sentó en sus rodillas, la tomó de la barbilla y partiendo por la mitad un bizcocho le dijo: «Abre la boquita, compartámoslo...», y puso el pedazo más grande en el pequeño horno redon­do. "



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