La mujer de Strasser (fragmento) "Una tarde gris, temprano pero ya oscuro, cuando mi abuela aún no había regresado de su iglesia y entré confiada como siempre al salón, sorprendí a tía Edith en brazos del maestro Franz, quien tenía los pantalones caídos. Ellos no me vieron, no se dieron cuenta de que estaba allí. Vi toda la actuación, escondida, con miedo y, por momentos, con ganas de reírme. Después, en cuanto pude, salí a correr bajo la tenue llovizna de la calle. Nunca he olvidado a mi pobre tía Edith, ahora viuda, obesa y pensionada, jadeante y doblegada por el maestro Franz. Tampoco los compases de aquella melodía, que jamás he vuelto a escuchar. Las noticias que nos llegan se hacen cada día más escasas y el tono de las cartas más ajeno. Nadie puede comprender, ni siquiera mi pobre tía Edith, nuestra determinación de haber viajado y permanecer en este lugar, que ellos encuentran remoto y legendario, sin decírnoslo. Nadie comprende la razón ni el motivo de haber venido a construir un puente. ¿Un puente para qué, y dónde?, me preguntan. Y si esta gente habla mi misma lengua, o cómo son. Me preguntan que si no era mejor aceptar la ruina y la derrota, allá, y no venir con tanta pena, quizás, a buscarla o encontrarla aquí; si no era mejor construir allá lo que creemos construir aquí, en este remoto lugar sin orillas. Un puente que nada une, en un lugar que ni siquiera podemos afirmar que sea la última frontera. Al releer eso que dice me divierte y sobrecoge a la vez. Y deja sin respuesta, o sin respuesta inteligible. ¿Cómo explicar que un puente es igual que un sueño? A raíz de estas cartas, cada vez más esporádicas, que leo ya como si fueran las páginas, los párrafos de un libro ajeno, me asaltan la idea y el temor de que en realidad ya no existo, que a los treinta años ya no existo, o que ya para siempre tendré treinta años y nadie lo sabrá porque esta tierra se extiende sin ningún límite y que ya todo es demasiado tarde. De que este afán, el de Strasser, aunque también el mío, es un inútil dispendio, de que esta obra que trata de unir dos orillas es una construcción para nada o para nadie, que este esfuerzo y que esta lucha contra la soledad, el calor, las serpientes como tentaciones, son en realidad como una metáfora de la pérdida de los mejores años de mi vida. ¿Cómo explicarles que mis días transcurren sin que yo misma, ni nadie, sepa si en sábados o lunes y de cuál año? Y entre montañas aparentemente deshabitadas viva sujeta a los humores o a las maneras de ser de un hombre que no me ama o que ama en mí lo que ya no es, o lo que nunca fue, y un hombre extraño y otro, alguien a quien no se puede comprender sino sentir, un hombre, sin embargo, como la lluvia o como la música, y otros, los demás, que son en realidad vagas sombras, igual que este país. ¿Es éste el puente, la construcción de este puente, una causa perdida, un mero desafío a la virilidad de unos hombres que ya no tienen nada que perder sino esa misma nada, mientras los demás, yo misma, lo contemplamos? Mi indecisión o mi cobardía encienden mis recuerdos: las calles, el clima, una tonadilla, ciertos rostros y gestos remotos, las modas. Y sé que todo eso no es más que cenizas pero que irradian una luz insólita que nunca había visto, ni siquiera en sueños, como estas montañas verdes y abruptas, equívocamente señaladas en los mapas de cronistas y exploradores afiebrados o locos, bajo este cielo azul oscuro o gris como presagios inexpresados, o luminoso en los amaneceres, como una barrera o como un vacío, que convierte en irrisorio todo mensaje y que me obliga a haber nacido otra vez; a olvidarlo todo, a ser de nuevo. Cuando ocurrió el accidente que le costó la vida al desgraciado que luego sepultaron con flores y carcajadas, les invadió el terror a todos los que vivían en las sombras. De pronto nadie estuvo seguro de nada. Los ayudantes de excavación se persignaban con disimulo antes de penetrar desnudos en el agua de las orillas, los portadores de piedras antes de elegirlas, cuidadosamente, y depositarlas con temerosa cautela en las angarillas, los carpinteros y los zarandeadores y nadie quería hablar de aquel incidente ni de lo que hacía y todo lo que hacían no era desde entonces más que el cometido individual y mecánico de cada uno, una tarea sin sentido y gratuita, una labor impuesta por la voluntad y la fuerza de aquellos otros a quienes no comprendían y que habían llegado aquí como aparecidos de pronto, como caídos del cielo. Dormían aquellos hombres, nunca se supo cuántos ni exactamente quiénes, aunque no fueran muchos, sobresaltados por sueños incongruentes, y despertaban al alba, al sonar del badajo del hierro colgado, oscilante apenas bajo la campana del cielo. ¿Por qué debían unir aquellas dos orillas? ¿Para qué, si en realidad siempre supieron que eran una misma y sola? ¿Por qué la construcción de este puente no llevaría a ningún lado? Este puente uniendo dos vacíos, las tierras inhabitadas e idénticas del este y el oeste. Y así, luego de esas noches negras, eran muchos los que al despertar creían haber soñado todo lo que había sucedido la víspera en el puente, en esa sombra o proyección de un puente y al instante de despertar, con los ojos fijos contemplaban de qué modo su inquieto, doloroso sueño se prolongaba y tomaba cuerpo a la luz del sol. Y sentían también, no pocos, que el obrero muerto era el único ya tranquilo y liberado. " epdlp.com |