La obra (fragmento)Emile Zola
La obra (fragmento)

"Él rompió a reír, la apretó locamente, la cubrió de una lluvia de besos. Pero, cuando creyó haberla conquistado y quiso obtener sus confidencias, como de un compañero que no tiene nada que ocultar, ella le eludió con frases evasivas y acabó por poner mala cara, muda, impenetrable. Y nunca le confesó nada más, ni siquiera a él, a quien adoraba. Poseía ese fondo que guardan hasta las mujeres más francas, el despertar de su sexo cuyo recuerdo permanece sepultado y como algo sagrado. Era demasiado mujer para no defender una parte de sí misma, para entregarse toda.
Aquel día, por primera vez, Claude sintió que eran extraños el uno para el otro. Se había apoderado de él una impresión gélida, el frío de otro cuerpo. ¿Nada de uno podía penetrar en el otro cuando los dos se sofocaban en un abrazo enloquecido, ávidos de estrecharse cada vez más, más allá incluso de la posesión?
Mientras tanto pasaban los días, y no les pesaba la soledad. Ninguna necesidad de distracción, de una visita que hacer o recibir, les había sacado de sí mismos. Las horas que ella no pasaba a su lado, colgada de su cuello, las empleaba en ruidosas tareas domésticas, poniendo patas arriba la casa para una limpieza a fondo que Mélie debía hacer en su presencia, dominada por un frenesí de actividad que la llevaba a enfrentarse personalmente con las tres cacerolas de la cocina. Pero sobre todo la tenía ocupaba el huerto: armada de una podadera, hiriéndose las manos con las espinas, cortaba manojos de rosas de los rosales gigantes; había acabado con agujetas por querer coger albaricoques, cuya cosecha había vendido por doscientos francos a los ingleses que pasaban por allí cada año; y sentía una gran vanagloria por ello, soñando con poder vivir con el producto del huerto. Él, menos inclinado a los trabajos del campo, había instalado su diván en la amplia sala transformada en estudio, y se tumbaba allí para verla por la gran ventana abierta sembrar y plantar. Reinaba una paz absoluta, la certeza de que no se presentaría nadie, que ni un campanillazo les molestaría a ninguna hora del día. Llevaba tan lejos este miedo al exterior que evitaba hasta pasar por delante de la taberna de los Faucheur, en el continuo temor de encontrarse con una pandilla de amigos, llegados de París. En todo el verano no apareció ni un alma. Y cada noche, al subir a acostarse, repetía que era una gran suerte.
Una única llaga secreta sangraba en el fondo de aquella dicha. Tras la huida de París, Sandoz, habiéndose enterado de sus señas, le había escrito preguntando si podía ir a verle, y Claude no había respondido. Se habían malquistado y aquella vieja amistad parecía muerta. Esto tenía a Christine desolada, pues sentía que había roto por ella. Le hablaba continuamente del asunto, porque no quería alejarle de sus amigos, exigiendo que se pusiera en contacto con ellos. Pero él, si bien prometía arreglar las cosas, no hacía nada. Hecho estaba, ¿para qué volver al pasado? "



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