Judas en flor (fragmento) "Braggioni se puso a cantar. Rasgueaba la guitarra con familiaridad, como si fuera un animalito, y cantaba desentonando apasionadamente, llevando los agudos a un prolongado y doloroso lamento. Laura, que recorría los mercados escuchando a los baladistas y se detenía todos los días a escuchar al muchacho ciego que tocaba su flauta de caña en la calle Dieciséis de Septiembre, escuchaba a Braggioni con despiadada cortesía, pues no se atrevía a sonreír ante su lamentable interpretación. Nadie se atrevía a sonreírle. Braggioni era cruel con todos, con una especie de insolencia especializada, pero estaba tan orgulloso de su talento, y era tan sensible a las críticas, que se necesitaría una crueldad y un orgullo mayores que los suyos para poner un dedo en la gran llaga incurable de su vanidad. (…) No en balde Braggioni se ha esforzado por ser un buen revolucionario y un enamorado profesional de la humanidad. Jamás morirá de eso. Tiene la malicia, la sagacidad, la perversidad, el ingenio, la crueldad, estipuladas para amar al mundo provechosamente. Jamás morirá de eso. Vivirá para ver como otros voraces salvadores del mundo lo sacan a patadas del comedero. Tradicionalmente debe cantar pese a una vida que lo conduce al derramamiento de sangre, le cuenta a Laura, pues su padre era un labriego de Toscana que emigró al Yucatán y se casó con una mujer maya: una mujer de raza, una aristócrata. Le legaron el amor y el conocimiento de la música, así; y con los tirones de la uña de su pulgar, las cuerdas del instrumento se quejan, tensas, como nervios expuestos. En un tiempo todas las muchachas y mujeres casadas que lo perseguían lo llamaban Delgadito: era tan esmirriado que se le veían los huesos bajo la fina ropa de algodón, y podía apretarse el vientre hasta tocarse el espinazo con las dos manos. Era poeta y la revolución era sólo un sueño; demasiadas mujeres lo amaban y le agotaban la juventud y nunca comía lo suficiente, en ninguna parte. Ahora dirige hombres, hombres arteros que le susurran al oído, hombres hambrientos que esperan horas frente a su oficina para hablar con él, hombres demacrados con caras desencajadas que lo paran en la puerta de calle con un tímido "Camarada, quiero decirle..." y le arrojan en la cara el mal aliento de sus estómagos vacíos. (…) Algún día este mundo, aparentemente tan armonioso y mesurado y eterno, hasta las orillas de todos los mares será una mera maraña de trincheras abiertas, de paredes derrumbadas y cuerpos destrozados. Todo debe ser arrancado del sitio de costumbre, donde se pudrió durante siglos, arrojado al cielo y distribuido, caer limpio como lluvia, sin una identidad separada. No sobrevivirá nada que las manos agarrotadas de la pobreza hayan creado para los ricos, y nadie quedará con vida excepto los espíritus selectos destinados a engendrar un mundo nuevo limpio de crueldad e injusticia, regido por una benévola anarquía." epdlp.com |