Subir a por aire (fragmento) "Es curioso cómo la guerra cambia a la gente. Hacía menos de tres años, yo era un joven y activo dependiente que se inclinaba sobre el mostrador con su delantal blanco diciendo: «¡Sí, señora! ¡Claro que sí, señora! ¿Y qué más será, señora?», con una vida de tendero por delante y tantas ganas de convertirse en oficial del Ejército como de ser nombrado caballero. Y ahora me encontraba allá, muy satisfecho de mi gorra y de mi cuello amarillo, desenvolviéndome bastante bien entre una serie de tipos que, como yo, eran señores por una temporada, y otros que ni a esto llegaban. Y —esto es lo realmente curioso— no considerándolo en absoluto extraño. En aquellos días, nada parecía extraño. Era como si uno fuese manejado por una enorme máquina. No se tenía la impresión de actuar por propia voluntad, pero al mismo tiempo tampoco se le ocurría a uno resistir. Si la gente no tuviera esta sensación, ninguna guerra duraría tres meses. Los ejércitos recogerían sus cosas y se irían a casa. ¿Por qué me había alistado yo? ¿Por qué se habían alistado el otro millón de idiotas que lo hicieron antes de ser movilizados? En parte por aburrimiento, y en parte por defender la amada Inglaterra y todo eso. Pero ¿cuánto tiempo nos duró el entusiasmo? La mayoría de los muchachos que yo conocí lo habían perdido ya mucho antes de llegar a Francia. Los hombres de las trincheras no se sentían patriotas, no odiaban al káiser, les importaba un comino la pequeña y noble Bélgica y el hecho de que los alemanes violasen a monjas encima de las mesas (siempre se decía «encima de las mesas», como si ello agravase la cosa) en las calles de Bruselas. Pero a nadie se le ocurría tratar de escapar. La máquina ya le había atrapado a uno y podía hacer con él lo que quisiese. Le cogía a uno y le dejaba en lugares y situaciones que nunca había imaginado, y si alguien se hubiese visto transportado a la superficie de la Luna, no le habría parecido extraño. El día que me enrolé en el ejército, se terminó para mí la vida de antes. Era como si ya no tuviese ninguna relación conmigo. No sé si se creerán que, desde aquel día, sólo he vuelto una vez a Lower Binfield, para asistir al entierro de mi madre. Parece increíble contado así, pero en aquellos momentos resultaba bastante natural. En parte, lo reconozco, fue a causa de Elsie, a quien, como era de suponer, había dejado de escribir al cabo de dos o tres meses. Sin duda, ella debía de haber encontrado a otro, pero yo no quería verla. De no ser por esto, quizá hubiese aprovechado algún permiso para ir a ver a madre, la cual, si bien se puso como loca cuando me alisté, hubiese estado orgullosa de ver a su hijo en uniforme. Padre murió en 1915, cuando yo estaba en Francia. No exagero al decir que su muerte me duele más ahora de lo que me dolió entonces. En aquel momento fue una mala noticia que recibí casi con indiferencia, con aquella especie de apatía ausente con la que uno lo aceptaba todo en las trincheras. Recuerdo que fui a la entrada del refugio en busca de un poco de luz para leer la carta, y recuerdo las huellas que dejaron en ella las lágrimas de madre, el dolor de mis rodillas y el olor del barro. La póliza del seguro de vida de mi padre había sido hipotecada por más de su valor, pero quedaba algo de dinero en el banco, y los de Sarazins iban a comprar la tienda e incluso pagarían una pequeña cantidad por la cesión. El caso es que madre tenía algo más de doscientas libras, además de los muebles. Provisionalmente, se fue a vivir con su prima, cuyo marido poseía una pequeña granja y se ganaba bien la vida con la guerra. Era en Doxley, algunos kilómetros después de Walton. El traslado era sólo «a título provisional». Todo se hacía entonces con una sensación de provisionalidad. En los viejos tiempos, que, por cierto, tenían sólo un año de vejez, la muerte de mi padre hubiese sido un gran desastre. Sin su trabajo, sin la tienda y con doscientas libras por todo capital, hubiésemos visto nuestro porvenir como una especie de tragedia en quince actos acabada en un entierro de tercera. Pero en aquellos momentos la guerra y la sensación de no ser dueño de sí mismo le quitaba importancia a todo. La gente no pensaba ya casi nunca en cosas como la ruina y el asilo, incluyendo a mi madre, la cual sabe Dios que tenía una idea bien vaga de la guerra. Además, estaba ya muy enferma, aunque ni ella misma lo sabía. " epdlp.com |