Kidd el pirata (fragmento), de Los buscadores de tesorosWashington Irving
Kidd el pirata (fragmento), de Los buscadores de tesoros

"El tabernero fue interrumpido por varios sonidos guturales que procedían del lugar donde estaba sentado Ramm Rapelye y que demostraban que éste se encontraba en la situación completamente extraña para él de elaborar una idea. Como era un hombre demasiado importante para que le molestase un tabernero, éste respetuosamente prefirió dejar que aquel importante personaje la produjera él mismo. El obeso corpachón de aquel notable burger mostraba ahora todos los síntomas de un volcán, a punto de iniciar una erupción. Primero le tembló el abdomen, lo que pareció un terremoto; después salió del cráter, digo de la boca, una bocanada de humo; luego se produjo en su garganta una especie de silbido, como si la idea tratase de abrirse camino a través de la lava; aparecieron a poco varios dislocados miembros de una frase, que terminaron en un ataque de tos, y finalmente se impuso su voz, con el tono lento pero absoluto de un hombre que, si no siente el valor de sus ideas, comprende la magnitud de su bolsa. A cada dos o tres palabras expelía una bocanada de humo.
—¿Quién dice que Pedro Stuyvesant aparece por las noches? —Una bocanada de humo—. ¿No tiene la gente ya respeto por las personas? —Otra bocanada de humo—. Pedro Stuyvesant sabía muy bien lo que tenía que hacer con su dinero, para enterrarlo —otra bocanada de humo—. Conozco a los Stuyvesant —otra bocanada de humo—. A todos ellos —otra bocanada de humo—. No hay familia más respetable en toda la provincia —otra bocanada de humo—. De los primeros colonizadores, gente de su casa —otra bocanada de humo—. No son de esos recién venidos que quieren hacerse importantes —otra bocanada de humo—. No me vengan a decir que Pedro Stuyvesant se aparece por la noche —más bocanadas de humo.
Después de decir esto el notable Ramm arrugó el entrecejo, cerró la boca hasta que se le formaron arrugas en las comisuras de los labios y siguió fumando con tal intensidad que muy pronto la niebla ocultó su cabeza, así como el humo envuelve la cúspide terrible del monte Etna.
Un silencio general siguió a esta severa advertencia de aquel hombre tan rico. Sin embargo, el asunto era demasiado interesante para abandonarlo tan fácilmente. Muy pronto, Peechy Prauw Van Hook, el cronista de la taberna, uno de esos viejos charlatanes cuya verborragia parece aumentar con la edad, reinició la conversación sobre el mismo tema.
Peechy podía contar en una tarde tantas historias como sus oyentes pudieran digerir en un mes. Afirmó que por lo que él sabía, se había encontrado varias veces dinero en diversas partes de la isla. Las felices personas que lo habían descubierto habían soñado previamente tres veces con el tesoro, y, lo que era más notable, sólo los descendientes de las viejas familias holandesas lo habían encontrado, lo que demostraba claramente que el dinero había sido enterrado por gentes de esa misma nacionalidad.
—Todo eso no es más que un conjunto de disparates —exclamó el oficial a media paga—. Nada tienen que ver los holandeses con ello. Todos esos tesoros fueron enterrados por el capitán Kidd y su tripulación.
Al oír esto todos los circunstantes se asombraron. En aquellos tiempos, el nombre del capitán Kidd era como un talismán, al cual se asociaban mil historias maravillosas. El oficial a media paga abrió el fuego y sus relatos acumularon sobre el capitán Kidd todos los saqueos y hazañas de Morgan, de Barbanegra y de todos los sangrientos bucaneros.
El oficial era hombre cuya palabra pesaba mucho entre los pacíficos asistentes de la taberna, debido a su carácter de soldado y a sus relatos, llenos del humo de la pólvora. Sin embargo, todas sus doradas historias acerca del capitán Kidd y de los tesoros que había enterrado se estrellaban ante la oposición de Peechy Prauw, quien antes que aguantar que sus progenitores holandeses fueran eclipsados por un filibustero extranjero, llenó todos los campos de la vecindad con las ocultas riquezas de Pedro Stuyvesant y sus contemporáneos.
Wolfert Webber no perdió una palabra de esa discusión. Volvió pensativo a casa, lleno de magníficas ideas. Le parecía que el suelo de su isla natal se había convertido en polvo de oro y que todo el campo estaba lleno de tesoros. Ardía su cabeza al pensar cuántas veces debería haber pasado sin darse cuenta por lugares en los cuales sólo la tierra vegetal encubría innumerables tesoros. Su mente se agitaba ante este torbellino de nuevas ideas. Cuando llegó a ver la venerable mansión de sus antepasados, y la pequeña propiedad donde su raza había florecido durante tanto tiempo, sintió la amargura de su estrecho destino. "



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