A sangre y fuego (fragmento)Henryk Sienkiewicz
A sangre y fuego (fragmento)

"Un ruido ensordecedor de trompetas y tambores interrumpió la conversación; nuevos contingentes llegaban al campamento con sus banderas desplegadas. Pan Lasko, un aventurero conocido por sus excesos, sus extravagancias y sus violencias, pero excelente soldado, conducía un cuerpo de ochocientos hombres tan turbulentos como él. Visnovieski recibió con alegría aquel inesperado refuerzo, pues sabía que bajo su férrea mano la soldadesca más indisciplinada se convertiría en rebaño de mansas ovejas. La jornada había sido buena. El día anterior iban a abandonar el ejército del príncipe los soldados del palatino de Kiev, y al presente contaba Visnovieski con un ejército de doce mil hombres, capaz de hacer frente a uno cinco veces más numeroso, pero menos aguerrido.
Se celebró un consejo de guerra, en el cual tomaron parte los principales jefes, y quedó acordado que se presentaría batalla a Kryvonos, y que si era necesario, se iría a su encuentro.
La noche estaba estrellada; la luna, ya alta, iluminaba valles y collados. Los oficiales, reunidos alrededor de una gran hoguera, pasaban el tiempo bebiendo. Zagloba era el héroe de la fiesta; todos le preguntaban cómo se las había compuesto para salvar a la princesa, para atravesar el Dnieper y las líneas cosacas, entrar en su propio campamento sin que nadie le molestara y llegar hasta Bar.
—Señores —decía Zagloba—, si hubiera de contar todas mis proezas, no acabaría en diez noches. Sólo os diré que me aventuré con la princesita hasta Korsun, en pleno campo de Mielniski, y que la saqué sin ningún tropiezo de aquel infierno.
—¡Jesús, María! —exclamó riendo Volodiovski—. Me imagino que habéis tenido que recurrir a los sortilegios.
—También sé emplear los sortilegios si llega el caso —repuso Zagloba—. Siendo yo muy joven, una hechicera asiática, que estaba locamente enamorada de mí, me enseñó esta ciencia infernal y me reveló los arcanos de la magia. Sortilegios contra sortilegios, señores, porque el campamento de Mielniski está lleno de brujos, son todos diablos al servicio de ese cosaco. ¡Y a fe que le dan que hacer al muy villano! Cuando se acuesta le tiran las botas, otros le llenan el traje de barro y algunos le azotan con sus colas; y cuando está borracho le abofetean sin pizca de respeto.
Longinos se hizo maquinalmente la señal de la cruz sobre el pecho.
—Contra el poder del infierno está el poder de Dios —murmuró.
—Creo que Mielniski no me reconoció —prosiguió Zagloba—. El año pasado le vi varias veces en Cherín, y hasta nos hemos bebido más de una botella mano a mano en la taberna de Dopulo, porque yo era amigo de todos los coroneles cosacos. ¡Pero, quiá!, con la barriga hinchada como, bueno, ya me entendéis, la barba luenga y blanca, largas las melenas, el cuerpo encorvado, los harapos de un mendigo y la tiorba al hombro, ¡cualquiera reconocía al guapo Zagloba de antaño!
—¿Visteis a Mielniski? ¿Hablasteis con él?
—¿Que si vi a Mielniski? ¡Como os estoy viendo a vosotros! Me encargó de distribuir sus manifiestos entre los aldeanos, y para que me respetaran los tártaros me dio el bastón de oficial. Cuando aquellos brutos me molestaban demasiado, les metía el bastón por los ojos diciéndoles: «Escucha, zopenco, ¡vete al diablo!». Bebía y comía copiosamente, y no me faltaban vehículos para viajar, aunque estos últimos no me los procuraba por mí, sino por mi querida princesita, que daba pena verla. Pero antes de llegar a Bar se transformó por completo gracias a mis cuidados. ¡Qué hermosa estaba! Cualquier otro que no hubiera sido yo, habría perdido el juicio con sólo mirarla.
—Lo creo —interrumpió Volodiovski.
—Y así, distribuyendo entre los zafios que los tomaban los manifiestos de Mielniski, llegué sin contratiempo a las cercanías de Bar. ¡Ah, creí morir de alegría al ver aquella tierra prometida!
—¿Qué os ocurrió allí?
—Encontré un piquete de soldados borrachos que se quedaban boquiabiertos al oírme llamar «señorita» al lindo muchacho que me acompañaba. Nos examinan de pies a cabeza, y, por último, no podían apartar sus ojos del muchacho. ¡Figuraos si sus pupilas brillarían contemplando tanta belleza y gracia! Me pareció que sus miradas eran demasiado insolentes, y, ciego de furor, eché mano a la espada.
—¡Es extraño! —volvió a interrumpir Volodiovski—. ¡Un mendigo echando mano de su espada! ¿La llevabais al cinto?
—¡Hum! —exclamó Zagloba—. No he dicho que llevase espada al cinto ni al hombro. Sobre una mesa —porque la escena ocurrió en una hostería— había una espada; hice frente a los agresores y en un santiamén tendí dos a mis pies. Sus camaradas armaron sus pistolas, pero yo les aterré gritando: «¡Atrás, villanos! ¡No soy mendigo, sino un noble disfrazado!». En aquel momento llegó a la hostería una carroza escoltada por cincuenta jinetes: ¡la Providencia velaba por el valor y la inocencia! Era una dama de alto copete que acompañaba a una hija suya que había de ingresar en el monasterio. Me acerqué a aquella señora y le conté mis cuitas. Al oír el relato de los infortunios de la princesa, lloró a lágrima viva, la hizo sentar a su lado en la carroza, y ¡en marcha! Más, ¿creéis que aquí acaba mi historia? Os engañáis. "



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