Mientras nieva sobre los cedros (fragmento)David Guterson
Mientras nieva sobre los cedros (fragmento)

"Etta se volvió hacia el fregadero. Pensó que aquel era el Carl de siempre, el que gustaba de pasearse por los campos, charlar con los recolectores, probar la fruta, chasquear los labios, fumar su pipa, ir al pueblo en busca de una bolsa de clavos. Era el Carl que pertenecía a la junta de la Asociación del Festival de la Fresa, el que juzgaba las carrozas y ayudaba a preparar el salmón a la parrilla, el que había intervenido en el acaparamiento de los nuevos terrenos para la feria, el que logró que los habitantes de Puerto Amity donaran leña y otros materiales para el pabellón de baile en West Port Jensen, el que se afilió a los masones y los Odd Fellows, el que se ocupaba de las actas en la asociación de agricultores National Grange. Se pasaba las veladas en las cabinas de los recolectores, de palique con los japos, y se esmeraba en el trato con los indios, observaba a las mujeres mientras tejían suéteres y otras prendas y sonsacaba a los hombres sobre los viejos tiempos antes de que se instalaran las plantaciones de fresas. ¡Carl! Cuando terminaba la temporada de la recolección, se iba a algún lugar solitario del que le habían hablado y buscaba puntas de flecha, fragmentos de huesos antiguos, conchas de almeja y cosas por el estilo. Cierta vez le acompañó un viejo jefe indio. Regresaron con puntas de flechas y se sentaron en el porche, fumando sus pipas, hasta las dos de la madrugada. Carl le dio ron al hombre... Ella les oía desde el dormitorio, mientras los dos se emborrachaban. Permaneció en la cama con los ojos abiertos, el oído atento, y escuchó lo que decían entre trago y trago sus risas caballunas. El jefe contaba anécdotas sobre postes totémicos y canoas, y sobre una fiesta india invernal a la que asistió, cuando se casó la hija de otro jefe, él venció en un concurso de tiro de lanzas y al día siguiente el otro jefe murió de repente mientras dormía, como si hubiera esperado a que se casara su hija para morirse, y los demás agujerearon su canoa, le metieron en ella y la colocaron en la copa de un árbol por alguna razón inconcebible.
Etta se acercó a la puerta a las dos de la madrugada y le dijo al jefe que se fuese a casa, que era tarde, podía caminar a la luz de las estrellas y a ella no le gustaba el olor de ron en su casa.
—Bien —le dijo entonces a Carl, cruzándose de brazos en la entrada de la cocina, donde sabía que tendría la última palabra—. Eres el hombre de la casa, llevas los pantalones..., pues adelante, véndele tu propiedad a un japo y a ver qué pasa.
El acuerdo, explicó Etta a petición de Alvin Hooks cuando se reanudó la sesión en la sala de justicia, incluía un pago inicial de quinientos dólares y un contrato de «arriendo con opción de compra» por ocho años. Carl cobraría doscientos cincuenta dólares cada seis meses, el 30 de junio y el 31 de diciembre, con un interés del seis y medio por ciento calculado anualmente. Los documentos se extenderían por triplicado, un juego para Carl, otro para Zenhichi y un tercero para cualquier inspector que quisiera verlos. Aquello sucedía en 1934, y en realidad los Miyamoto no podían poseer tierras. Eran de Japón, ambos habían nacido allí, y existía una ley que se lo impedía. Carl puso la escritura a su nombre, se quedó con ella y llamó a la transacción contrato de arriendo por si había una inspección. Eso no se le había ocurrido a ella, sino a Carl... Ella sólo se mantuvo informada, eso era todo. Veía el ir y venir del dinero, se aseguraba de que el interés fuese el correcto. Ella nunca había intervenido en un arreglo semejante. "



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