Barro y cenizas (fragmento)Zoé Oldenbourg
Barro y cenizas (fragmento)

"Viendo que empezaba a enfadarse, Aalais hundió la cabeza en la almohada y se puso a llorar amargamente. Se hallaba aún tan débil, había sufrido tanto, había creído morir, y él no hallaba cosa mejor que venir a hacerle reproches.
De repente, el barón se enterneció e intentó persuadirla por la dulzura. Ciertamente, no quería entristecerla; sobre todo después del difícil parto reciente. Lo que él deseaba era el bien de su esposa. Ella era mujer, no podía comprender ciertas cosas; el amor al hijo la cegaba; no veía que ese niño no iba a causarle más que penas; y era mejor ahorrárselas desde ahora. En diez u once meses tendría otro, hermoso y bien formado; y esta vez sí que no le dejaría cometer imprudencia alguna. Pero a Aalais no le interesaba ese otro hijo: tenía a su lado, en la cuna, a Guillaume de Linnières, de la sangre de Joceran y de Gui de Marseint, su propia sangre y carne desde hacía meses; en comparación con eso, la belleza o la fealdad del niño no tenían importancia alguna.
Y al ver que su marido se mantenía en su idea, cambió de táctica y declaró que estaba dispuesta a obedecer; no pedía más que unos días de plazo; el tiempo de reponerse un poco, porque no quería que la leche se agriara en su pecho. Ansiau, bastante confuso por haberla hecho llorar, consintió y prometió no hacer nada sin que la dama lo supiera. Y Aalais esperaba que, con el tiempo, el barón se acostumbraría al niño y comenzaría a amarlo.
Decir que Ansiau no amara a este hijo no hubiera sido exacto. Su benevolencia abarcaba cuanto pudiera pertenecerle, de la manera que fuese, desde su señor a sus perros. Herbert de Linnières, su segundo hijo, nacido de noble dama y bien constituido, tenía indiscutibles derechos a su afecto. Y al observar de cerca al niño, sentíase forzado a decir: será buen caballero. Y aun excelente caballero. No había más que ver la seguridad con que el niño tiraba y daba en el objetivo al primer golpe, sin pestañear, sin alterarse, sin perder tiempo en apuntar. Un excelente caballero —pensaba otra vez el padre—, notando la dureza de las infantiles manos, un poco regordetas, que apretaban las riendas y dirigían los movimientos del caballo; expertas como manos de hombre. Pero cada vez que se lo decía a sí mismo, Ansiau experimentaba como una tristeza, unos celos inconfesados: Dios, para ser justo, hubiera debido conceder al mayor de sus hijos —Ansiet— esa puntería segura y esos brazos vigorosos, con los que el menor nada tenía que hacer: la casa de Linnières nunca se aprovecharía de ellos.
El niño era como una espina clavada en la carne de Ansiau. En ocasiones no conseguía dominar la irritación que experimentaba y le golpeaba con dureza. Creíase en el derecho de hacerlo, puesto que se trataba de su carne y sangre. El niño tenía precisamente los defectos que él más detestaba: se echaba por tierra por una magulladura o por un cólico; y cólicos los tenía todos los días porque se hartaba de manzanas y de golosinas hasta reventar. Sobrio por naturaleza y por costumbre, Ansiau no comprendía que se pudiera ser glotón. Llamaba a su hijo puerco y perro y Herbert apenas oía otros epítetos de labios de su padre. Y se acostumbró a ellos rápidamente.
A Herbert le había tocado en desgracia un desastroso parecido con su tío Baudouin. Según Aalais, era eso lo que le dañaba en el ánimo de su padre. Una especie de muda complicidad existía entre madre e hijo, porque Aalais sentíase en cierto modo culpable de haber dado demasiado de su propia sangre a aquel muchacho. Tras alguna travesura no muy grave, el niño acudía a esconderse bajo el asiento de su madre, entre sus faldas; y cuando se le prohibía comer, ella le llevaba a hurtadillas pan y queso. Herbert ni siquiera le daba las gracias. "



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