A la deriva (fragmento) "Se respiraba cierto olorcillo a prostitución en aquellas tiendas donde las miradas de la vendedora debían de abreviar los regateos de los compradores, «‘¡Vamos, zagal, lárgate!’; por otra parte, el centro está cambiando de sitio; ahora, lo único que hacen los anticuarios, los vendedores de libros de lujo de este barrio, es vegetar y, en cuanto termina su contrato de alquiler, se marchan al otro lado del río. ¡De aquí a diez años, en las aceras del quai no habrá más que cervecerías y cafés! ¡Ay, París se está convirtiendo definitivamente en un Chicago siniestro!». Y, embargado por la melancolía, el Sr. Folantin se repetía a sí mismo: «¡Aprovechemos el tiempo que nos queda antes de la invasión definitiva de la espantosa ordinariez del Nuevo Mundo!», y seguía con sus paseos, deteniéndose ante las tiendas de láminas que tenían expuestas estampas del siglo XVIII; aunque, en el fondo, los grabados en color de aquella época y los grabados a la media tinta inglesa, que estaban al lado en la mayor parte de los expositores, no le inspiraban la menor pasión y echaba de menos las estampas de interiores flamencos, relegadas, ahora, a las carpetas, a consecuencia de la locura de los coleccionistas por la escuela francesa. Cuando se cansaba de zangolotear delante de las tiendas, entraba, para cambiar de entretenimiento, en la sala de noticias de un periódico. Era una sala adornada con dibujos y pinturas de italianas, bayaderas, recién nacidos en brazos de sus madres, pajes de la edad media tañendo la mandolina bajo un balcón…, o sea, una serie destinada al adorno de pantallas. Se daba la vuelta y pasaba más adelante, prefiriendo mirar las fotografías de asesinos, generales y actrices, es decir, la gente que un crimen, una matanza, o una tonadilla ponía en el candelero durante una semana. Pero aquellas exposiciones, al fin y al cabo, eran poco divertidas, y el Sr. Folantin, salía a la rue de Beaune, donde encontraba más admirable el imperturbable apetito de los cocheros, sentados a las mesas de las tabernas, que, de algún modo, le contagiaba el hambre. Aquellos platazos de carne sobre lechos espesos de col; aquellos estofados con patatas y nabos, rebosando las macizas escudillas; aquellos triángulos de queso brie; aquellos vasos llenos, le despertaban la canina, y aquellos hombres, de mejillas hinchadas por enormes bocados de pan, con sus manazas blandiendo cuchillos, con sus sombreros de cuero, que subían y bajaban al tiempo que sus mandíbulas, lo excitaban. Se largaba de allí, tratando de conservar por el camino aquella impresión de voracidad. Desgraciadamente, en cuanto se instalaba en el restaurante, se le acartonaba la garganta, contemplaba con desconsuelo la carne, preguntándose para qué serviría el palo de cuasia que tenía en la oficina macerándose en una garrafita. " epdlp.com |