El eterno recuerdo (fragmento)Karl Kraus
El eterno recuerdo (fragmento)

"El dolor y la miseria que tenía que soportar la población serbia en fuga ante el enemigo es difícil de pintar con palabras. Con el corazón de plomo y su única esperanza puesta en Dios los pobres fugitivos abandonaban su lugar. Ancianos, mujeres, niños, ¡todos huían! Masas de seres humanos que no podía abarcar la vista se movían hacia delante, más lejos, más lejos… Con cuánto dolor y compasión pienso en los niños que seguían a esta comitiva. Andaban medio desnudos, con las suelas destrozadas, sucios, de la mano de su madre que a menudo llevaba además en brazos a un bebé lloriqueando. Se me vinieron a los ojos lágrimas de compasión al ver a un niño de diez años que sostenía en brazos a su hermanito, que gimoteaba y le metía en la boca su último cantero de pan. Entre toda aquella multitud que avanzaba hacia Mitrowitza e Ipek entre empujones, agotada y torpe, me llamó la atención una campesina alta y robusta del valle de Morawa. Llevaba el lindo traje de colores vistosos de las mujeres de esa comarca con un pequeño morral a la espalda y un cesto en la mano. A su lado trotaba su hijito, un niño campesino sano y bien criado como se encuentran en las regiones montañosas de Serbia. «¿Sabe dónde está la división Morawa?» La campesina le dirigía esta pregunta a casi todos los que pasaban. En esa división servía su marido; le llevaba la muda limpia en un hatillo que traía a la espalda… El padre, que estaba en filas desde hacía cuatro años, al fin iba a poder ver y abrazar de nuevo a su hijo. El niño levantó su ojos grandes llenos de inocencia, estiró la mano, y con voz zalamera pidió: «Tschitscha, daj mi hleba (tío, dame pan).» Y los que iban a su lado, en lugar del pan que tampoco tenían, le dejaban unas perras en la manita abierta… Aquí y allá nos sorprendía alguna hermosa casa: destacaban los grandes cuarteles y muchas mezquitas…, en la ciudad, miles de fugitivos derrengados, pálidos… Así que dormimos al raso con 15 grados bajo cero, sin fuego, pues no había madera. Los víveres que traíamos se habían consumido casi del todo. Los animales, deslomados por un trabajo espantoso, se quedaron por el camino… Ella sentía angustia y desesperación al pensar en lo que se venía encima, ¿cómo iban a pasar aquel amenazador muro de piedra que se alzaba ante sus ojos, con los niños, y con un frío rabioso?… Era domingo. En la iglesia ortodoxa oficiaban los servicios divinos. El metropolita de Serbia y el de Montenegro celebraban la misa… Reinaba un silencio mortal en el amplio recinto. Luego volvió a resonar tristemente la súplica del viejo metropolita hacia las altas bóvedas… «Tschitscha, daj mi hleba», interrumpió mis pensamientos una vocecilla tierna. "


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