Hogueras en la llanura (fragmento)Shohei Ooka
Hogueras en la llanura (fragmento)

"—De profundis...
Esas mismas palabras que había escuchado la noche anterior, pronunciadas por mis propios labios, resonaron a través de la nave de la iglesia. Me estremecí. Y sentí que aquella voz procedía de la parte trasera de la nave, donde se alza el balcón del coro.
No obstante, mientras buscaba con la vista a quien hubiera podido decir esas palabras, me fui concienciando de que la voz era un mero producto de mi alucinación. Yo quería identificar esa voz como la de una persona muy conocida por mí, pero en aquel momento no conseguí recordarla.
Ahora, pasado el tiempo, sé ya de quién se trataba. Era mi propia voz, yo mismo había hablado en un momento de excitación. Si hoy en día estoy loco, mi locura debe arrancar de aquel entonces.
—Desde las profundidades te llamé, Señor. Te ruego, Señor, que escuches mi voz...
Ese versículo de un salmo del Antiguo Testamento que había aprendido de memoria en mi infancia resucitaba dentro de mi cabeza. Sin embargo, en aquella destartalada iglesia filipina que recorrían mis ojos partiendo de lo más alto de su artesonado, no había nadie que pudiera contestar a mi llamada.
—Alzaré mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi socorro?
En ese momento advertí que mi relación con el mundo exterior se había cortado de manera tajante. En esa tierra no había persona alguna que pudiese responder a mi llamada de socorro. «Habrá que resignarse», fue mi conclusión.
Mientras miraba de soslayo una imagen de la Virgen María, representada más bien con aspecto de criada, me dirigí a una de las puertas laterales de la iglesia, la abrí de un empujón y salí al exterior. Sobre la hierba que daba al mar encontré otro cadáver más. Los líquidos que desprendía habían agostado el césped a su alrededor. Las uñas de aquellas manos, que se extendían como indicando algo, habían crecido desmesuradamente.
¿Aquellas uñas le crecieron una vez muerto o se las había dejado crecer desde antes de morir?
Mientras daba vueltas en mi cabeza a esas cuestiones ociosas, me aproximé a la casa rectoral techada de zinc rojo; abrí a golpes una ventana de cristales rotos y me colé en su interior. Como era de esperar, la casa delataba el pillaje que había sufrido. De una alacena abierta asomaban recipientes y frascos sin tapa y vacíos. Lo único que no habían abierto era el armarito de libros, donde pude encontrar dos novelas de Edgar Wallace. ¿Qué tendría que ver el ejercicio sacerdotal con las novelas policíacas? Esa otra cuestión me tuvo sumido en divagaciones durante un rato.
Por lo que se veía desde la ventana, el mar estaba tranquilo, iluminado por un sol que ya había subido bastante en su trayectoria haciendo perder la sombra al promontorio rocoso.
«Si se edificara aquí un hotel, seguro que se ponía de moda.»
Tras pensar una cosa tan incongruente, me eché cuan largo era en una tumbona de cañas trenzadas que había por allí. "



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