La mujer de sombra (fragmento)Luisgé Martín
La mujer de sombra (fragmento)

"Eusebio llega a casa a las siete menos cuarto. A las siete y cinco llega Marcia. Él oye las llaves en la puerta, el ruido del metal, los pasos. La luz de la habitación está apagada: es verano aún. Por el balcón, abierto para airear, se escucha un murmullo callejero. Marcia entra despacio, sigilosa. «Eusebio», vocea, «¿estás en casa?» Eusebio le responde con indolencia, fingiendo distracción. Se levanta con los brazos rígidos, angustiado, y va a su encuentro. Se la queda mirando fijamente desde el umbral de la habitación, la escudriña. No hay nada extraño en ella, pero Eusebio, por el ansia, desvaría: el color de los ojos le ha cambiado, las cejas son más anchas, los pómulos le brillan como si se hubiera maquillado. No está triste ni risueña, no quiebra los labios, no tiene sonrojo en las mejillas. En las manos no lleva nada: ni objetos ni cartas. El bolso en el que guarda sus cosas lo ha dejado, como siempre, en el vestíbulo, colgado en un perchero. Mira a Eusebio con descuido, le sonríe. Se acerca a él para besarle. «Qué calor», dice, señalando a la ventana. «Seguramente habrá tormenta.» Eusebio se pasa los dedos por el cuello para secar el sudor. No responde. La apura, la huele. Confía todavía en que le cuente algo, en que le hable de Guillermo. En el borde de la boca le ve un espasmo, una sombra parecida al carmín derretido. La mira más de cerca, aprensivo, y entonces ella se echa a reír, se aparta: «¿Qué te pasa?», pregunta. Eusebio se sosiega. Observa su risa y piensa que todos los indicios han sido un espejismo: la indolencia, la hosquedad, el espasmo de la boca. Quizá ni siquiera ha abierto el buzón. Quizá tiene la carta guardada en el bolso, sin leer. Eusebio, al cavilar, se marea: se le revuelve el estómago, se le pierde la vista en nieblas. Se tambalea hasta un sillón. Marcia, junto a él, le sujeta: es ella ahora quien está asustada. Le pone la palma de la mano en la frente para comprobar si tiene fiebre: frío, helor. «¿Qué te pasa?», vuelve a preguntarle. «¿Estás enfermo?» Eusebio respira con opresión, como si le faltara el aire. «Es el calor», dice. Poco a poco se va serenando. Marcia está a su lado y él no deja de mirarla en busca de una seña, de un barrunto. Lleva una blusa celeste medio abierta: el escote deja ver la blancura de los senos. Eusebio la acaricia, pero no siente nada. Cuando la vista se le afila otra vez, estudia su expresión, su compostura: le recuerda a esos personajes de película arteros y perversos, mujeres impostoras, esposas desleales que simulan, amantes de hampones, asesinas. Su dulzura, como si tuviera un velo en la piel, es de máscara, de embozo. Aunque aparenta desvivirse por él, Eusebio cree que piensa mientras tanto en Segismundo. Siente desamparo. «Quiero pedirte una cosa», dice susurrando, a punto de llorar. Marcia, expectante, le interroga. Le coge de las manos, le sonríe. Eusebio está temblando. Habla sin mirarla, espeluznado: «¿Quieres casarte conmigo?». "


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