Elsa Scheelen (fragmento)José Luis Alvarez Enparantza
Elsa Scheelen (fragmento)

"Radio Bruselas emitió a todo volumen el himno Les Déserteurs (¡se oía todos los días!), de cabo a rabo; y sonaron las notas ascendentes: sol-do-mi-la-re... Elsa miró su minúsculo reloj: faltaba un cuarto de hora para la medianoche. «Voici le bulletin météorologique de l'Institut Royal de...». Elsa no quiso oír nada más. ¿Qué le importaba el tiempo que iba a hacer al día siguiente? Se acercó a la ventana y, retirando con sus dedos el vaho de los cristales, miró hacia la calle: no había nadie bajo la lluvia, ningún coche por los alrededores. Sólo uno: el "Aronde" azul del señor Dubois, que en la oscuridad de la calle Molière parecía negro. Aquel martes de octubre de 1965, los bruselenses soportaban una lluvia fina, fría y lenta que caía sin parar: gruesas goteras golpeaban sin piedad el suelo bajo aquellos árboles casi sin hojas. Todo empapado. Sin viento.
Un suspiro se le escapó a Elsa desde el fondo de su corazón: ¿dónde estaría Luc? Aquella soledad le resultaba insoportable: aunque por la época las salidas de Luc eran cada vez más habituales, se dio cuenta de que, en lugar de acostumbrarse a ellas, le producían dolor y amargura. Se sentía cada vez más frágil y sensible ante aquella soledad inevitable.
Entre tanto la radio había empezado a dar las noticias: «...ayer tuvo lugar en el delta del río Mecong una terrible confrontación en la que resultaron muertos 382 vietnamitas y, en el otro bando, 17 americanos. Hasta ahora nunca se había visto una matanza semejante en un solo día. Y, según se ha podido saber...». Elsa apagó la radio. Pero no, en absoluto, porque aquellas noticias la asquearan lo más mínimo, o porque le parecieran falsas. No. Ni siquiera se le pasó nada parecido por la cabeza. Del mismo modo que tampoco pensó que lo de Vietnam era el mayor motivo de vergüenza de los últimos años y la más vergonzosa masacre. Ni siquiera fue consciente de la irresponsabilidad que mostraba al apagar la radio. Sin oír la noticia siquiera, de antemano aburrida, asqueada, impaciente, apagó aquel receptor Philips blanco y decidió acostarse. Antes de irse a la cama, sin embargo, fue al cuarto de baño a limpiarse los dientes como cada noche; pero aquella noche lo hizo más llevada por la costumbre que por su voluntad: sin darse cuenta, volvió a salir del baño sin haberse limpiado nada.
Se acordó de que al día siguiente Luc debía ponerse unos pantalones de vestir. Así pues, antes de acostarse, se acercó al armario y cogió el traje marrón de rayas, a fin de dejarlo dispuesto para el día siguiente.
Cuando se puso a cepillarlo, percibió un sonido de papel en el bolsillo trasero del pantalón. Soltó el botón, desplegó el papel y descubrió una carta manuscrita de Luc, sin sobre. La carta parecía recién escrita. Con el corazón palpitante, comenzó a leer:
«Tú me has hecho volver a ser joven, querida Suzanne. Me has hecho volver a sentir conmociones internas que hacía muchos años que no sentía: tú, y tu cuerpo incomparable. Yo sabía, o al menos lo intuía, que mi relación con Elsa se había enfriado, congelado, muerto. Pero como poco a poco me he ido haciendo a ello (los dos lo hemos hecho, me parece, aunque Elsa no reconozca nada), no hice demasiado caso, e incluso me fui acostumbrando a ello paulatinamente.
»Permanecer durante veinticinco años en esa frialdad era algo que me parecía normal. "Quizá es lo justo, simple cuestión de edad" decía para mí. El día de nuestra boda ha quedado muy lejos. Figúrate, Suzanne: nos casamos hace siete años, el año de la Exposición Universal, en 1958. ¿Dónde están esas famosas "mil y una noches"? Al casarnos yo tenía 28 años, y Elsa 21. A día de hoy tenemos 35 y 28...».
No había ni una lágrima en los ojos de Elsa, pero tenían un extraño brillo cristalino. Dejó algunas líneas sin leer. En la calle seguía lloviendo.
«...Hace ahora dos semanas que estás en Arlon, y me parece que han pasado dos años desde que estuvimos juntos por última vez. Las últimas imágenes que tengo de ti las veo muy cerca y muy lejos. ¿Te acuerdas? Mi cuerpo necesita tus abrazos, te necesito aunque no sea más que cinco minutos al día... Necesito esos gestos obscenos tuyos: no voy a explicarte aquí cuáles... ¡Ya lo sabes! Por la noche me hace falta el calor tu cuerpo, fuente de mi placer y mi descanso. ¿A qué negarlo?...».
Se oyó un ruido que provenía de la escalera. El ascensor empezó a subir.
Elsa enseguida cayó en la cuenta de que podía tratarse de Luc; y se alarmó más que nunca, porque no había oído en absoluto llegar el Volvo. Pero ¿acaso era extraño que no oyera nada desde aquel abismo del alma en el que se encontraba? Muy nerviosa, con manos temblorosas, dobló por fin aquel maldito papel, y volvió a meterlo en el mismo bolsillo. A los pocos segundos se oyó la llave de Luc en la cerradura de la puerta, y allá se le apareció el señor Luc de Potter, su marido, no demasiado mojado. Eran las doce y media. "



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